05/10/2025
3 min

El auge del llamado true crime, o de los reportajes y podcasts que tratan de crímenes más o menos terribles, pone sobre la mesa toda una serie de preguntas y de retos, los cuales duelen abordar desde la cultura del espectáculo y del entretenimiento inagotable. Todos estos crímenes –a menudo sexuales, machistas, morbosos siempre, sangrientos, seriales– se han convertido en una rama más del árbol narrativo, un género literario y cinematográfico que no se abreva en la ficción. Si una historia nos maravilla y gavilán, todavía puede hacerlo más cuando sabemos que 'es verdad', que lo que se nos cuenta pasó de verdad, y que los personajes que se nos muestran muertos murieron inapelablemente, y que los culpables son personas de carne y hueso, etc. Aún da más miedo, todavía da más cuerda a la fascinación morbosa.

A menudo hay un tema de clase: la audiencia de clase media se entretiene con los crímenes cometidos por las clases populares, o con las miserias asesinas de los ricos, demostrando que el dinero no salva a nadie de la amenaza del psicópata.

Más que la atracción por unos crímenes y el morbo –algo tan viejo como la prensa del siglo XIX, o ya en el siglo XX, con El Caso como paradigma de la prensa sensacionalista franquista– lo que se ha 'inventado' es ahora una particular manera de abordar el caso. El true crime es más uno como que un qué. Es más una técnica de contar historias criminales que una fascinación pura por el mal y la sangre ajena. Lo que se ha puesto de moda ahora es una particular manera de pasar de la historia (real del crimen) a la trama (espectáculo serial y calculado) de su relato dirigido a una audiencia con ganas de quedar enganchada con los trucos de una historia que se trocea, se desordena, se sirve del final hacia atrás, y que va creando altas dosis de misterio. No sólo se descuartiza a una víctima sino la atención de la audiencia.

Sin embargo, ahora el gobierno español quiere prohibir cierto tipo de true crime basado en crímenes machistas. El relato de ciertas cosas puede seguir dañando a las víctimas, algo que se ha puesto sobre la mesa a raíz del caso de la novela El odio, sobre el asesinato de un padre a sus hijos, obra que, pese a estar ya impresa, no ha llegado a distribuirse y ponerse a la venta ante la ola de críticas morales –no literarias– que había levantado la inminente publicación. Antes pensábamos que podía hacerse literatura con cualquier cosa, y se ve que no. Habrá materias vetadas por ley, algo que me parece inédito en la historia.

Es cierto que las palabras pueden hacer daño, o que explicar ciertas cosas puede profundizar aún más en las heridas que han tenido que soportar a las víctimas. Pero esto nos parecía amparado por la libertad de expresión e información. No olvidemos, sin embargo, que también es un negocio, ya que de ahí surgen 'contenidos' que generan amplios beneficios, que suelen ir nunca, sin embargo, al bolsillo de las víctimas. Vetar por ley cierto tipo de contenidos sobre crímenes que siguen dañando a las víctimas me parece inevitable, como reflexionar sobre un cierto efecto imitación o normalización que puede tener la continua reiteración de este tipo de noticias.

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