ARA Balears
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A estas alturas, deberíamos tener claro que sobrevivir de espaldas a la crisis del agua ya no es una opción. Nos enfrentamos a una situación crítica que roza constantemente el estado de sequía: lluvias escasas y desproporcionadas, acuíferos extenuados y embalses al mínimo. A la escasez natural de agua se le añade un crecimiento de población extraordinario que hace años que nadie quiere asumir como cuestión prioritaria a gestionar: más habitantes, más urbanizaciones, más turistas, más presión sobre un recurso limitado.

De la situación actual de emergencia de los recursos hídricos la responsabilidad no es sólo del tiempo, ni siquiera de los consumidores. El problema es político: carece de valentía para afrontarlo. Los escapes de la red dan cifras escandalosas, pero nadie quiere invertir en cambiar tuberías porque se piensa que levantar calles hace perder votos. Es la renuncia a la gestión de largo plazo por miedo a la impopularidad inmediata. Ningún gobernante, ni municipal ni autonómico, afronta de verdad esta emergencia.

También es necesario abrir el debate sobre el precio del agua. A pesar del elevado coste de extracción, tratamiento y desalación, sigue siendo uno de los suministros más baratos. Un sistema tarifario más justo –con una parte fija razonable y una parte variable que penalice su derroche– no sería un castigo sino un mecanismo de educación y responsabilidad compartida. Las experiencias lo demuestran: Sóller, con restricciones desde septiembre, ha reducido un 11% su consumo. Cuando las medidas están claras, la sociedad responde.

Sin embargo, no podemos limitarnos a restricciones de urgencia. Es necesario planificar y priorizar. Y aquí entra un sector clave: la agricultura. El campo necesita agua para sobrevivir y sin él vamos a perder aún más soberanía alimentaria y equilibrio territorial. Las políticas hídricas deben reservar caudales y establecer prioridades claras para que el peso del turismo y del crecimiento urbanístico no condene a los campesinos. Proteger a la agricultura es también proteger nuestra capacidad de afrontar el futuro.

En todo caso, la nueva normalidad climática hace que la excepcionalidad deje de serlo. Por eso deben combinarse inversiones estructurales –tuberías, desalación, reutilización de agua depurada, recarga de acuíferos– con tarifas inteligentes y campañas de conciencia ciudadana. No hacerlo es seguir engañándonos. Y los gobernantes deben elegir: seguir poniendo parches de urgencia y consumiendo los escasísimos recursos hídricos, o asumir decisiones impopulares pero imprescindibles. Quizás esto implica subir tarifas, pero también invertir en infraestructuras y garantizar agua en el campo y en la ciudadanía. Lo que no es una opción es dejar pasar más tiempo sin intentar solucionarlo. El agua no espera.

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