Ni su odio, ni las lágrimas, me afectan
Cuando se aprobó la Ley de memoria y reconocimiento democráticos, en 2018, dijimos que era una ley que, por sí misma, justificaba toda una legislatura, porque daba voz al silencio y dignidad a los nombres borrados de la historia. Hoy, cuando el conglomerado de extraextrema derecha tiene decidido iniciar su derogación, extrañamente, no siento tristeza por las víctimas, ni por los hijos ni por los descendientes. Su memoria ya está escrita en lo invisible, en los muros que oyeron sus pasos. La semilla está sembrada y ha germinado. Siento pena por mi país, que, bajo el asedio de la violencia política y el odio, ha olvidado que la democracia también es una forma de ternura.
En las últimas semanas, en el Parlamento, hemos podido comprobar la existencia de un hilo conductor común entre el discurso antiinmigración de la presidenta, el debate de la comunidad, y los recientes ataques contra la memoria democrática, que radica en una lógica política de exclusión y negación que busca fracturar el tejido social a través de la deslegitimación. El odio y la violencia política funcionan aquí como mecanismos para deshumanizar y dividir a la sociedad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que al borrar los nombres de una parte, se borra el mapa que debe guiarnos entre la niebla que nubla el horizonte presente. El fascismo no resurge con uniformes y camisas azules, sino con palabras de desprecio y trasiego de votos calculados.
Pertenezco a una generación, y unas circunstancias, que me hicieron sentir, sin velo ni artificio, la amabilidad con la que los viejos republicanos me trataban y la frialdad del escrutinio de los falangistas. Con los años comprendí que esa diferencia no era simple cortesía sino un presagio de vida, una clave para entender la condición humana. Por eso conservamos una sensibilidad que no es nostalgia sino un deber: la reparación de lo roto, el reconocimiento de lo oculto, la promesa de que nada volverá a ser. Porque quienes hoy alzan la voz áspera e inquisidora contra la historia no tienen la fuerza ni la dignidad de amedrentarnos; carecen de la capacidad moral para esclavizar nuestro ánimo o borrar nuestra memoria. Quizás su ruido se haga desagradable, pero nuestra resistencia es tranquila y permanente, como el cauce invisible de un río que incorpora agua nueva.
Se equivoca la presidenta Prohens cuando dice que "los únicos que hablan del tema son la izquierda". La justicia, la verdad y la reparación no son para un bando, son brújulas universales que orientan cómo entender el mundo y cómo actuar en él. Cuando se deshumaniza, lo que queda es un vacío donde anida la injusticia y la sumisión, una sombra que enturbia la política de las cosas y la relación entre las personas. Aunque ella quiera aparentar normalidad, en el vacío moral donde habita crece el sometimiento al capital y el desprecio al medio; es ahí donde la palabra pierde el peso y la acción, el sentido. Cuando hablamos de principios, hablamos de política, economía, interés general y bien común; hablamos de la felicidad de la gente y de progreso del país. Señora presidenta, no nos engañe al descuartizar la realidad, ni falsear la verdad, el mundo no es un rompecabezas roto; es un tejido que sostiene todo a la vez. Separar los hilos no es dividir, sino deshacer. La verdad no se fragmenta, y quien lo intenta sólo revela su fragilidad.
La presidenta se equivoca al poner, banalmente, como ejemplo, en el debate parlamentario, a Maria Corina Machado e ignorar la carta que le dirigió Adolfo Pérez Esquivel, también Nobel de la Paz. Muy especialmente, porque no es una discrepancia entre premiados, sino que la cuestión de fondo planteada no es otra que la pobreza que devora la dignidad. La presidenta tiende, con demasiada frecuencia, a la superficialidad, bajo cuyo manto esconde el miedo a la igualdad y la justicia. Pero, puesto que no lo hace la presidenta, nos adentraremos un poco más en el tema: Pérez Esquivel le dice a Corina Machado: "Sorprende cómo te aferras al poder del capital y de los mercados, y debo decirte que ellos no tienen aliados ni amigos, sólo intereses fríos y calculadoras". La misiva del Nobel argentino podría tener como destinataria a la presidenta Prohens; más o menos, en la misma sombra que la opositora venezolana.
"Un clásico", decía Calvino, "es un libro que nunca acaba de decir lo que debe decir" en la creencia de que "nunca acabamos de traducirlo definitivamente", como si fuera un organismo en constante evolución que siempre nos dice cosas nuevas. Antoine de Saint-Exupéry consideraba que "una guerra civil no es una guerra sino una enfermedad. Lucha uno casi contra sí mismo". Y, Hugh Thomas, por su parte, decía que el "clima de enemistad, silencio y sospecha" que encontraba al hablar de la guerra civil española era consecuencia de la magnitud de la tragedia. Superponer las tres ideas sería bueno para pensar en futuro y para reflexionar sobre el mundo en su conjunto. El resultado de la combinación es la República que nos interpela como antecedente democrático para hablar de futuro.
Paul Preston, en el prólogo de El Holocausto Español, recoge las proclamas del general Emilio Mola, uno de los principales instigadores de la asonada, en el sentido de que el objetivo era "eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros". Mal ejemplo a seguir. Borrar todo vestigio del 'otro', como intenta la política de Prohens, es negar el hecho de que una en sociedad crece y cambia, gracias a las heridas, a la confrontación, a las voces disonantes, no al silencio que le ahoga. La bajeza moral de la ocultación es la cal de los sepulcros blanqueados de una sociedad insana.