28/10/2025
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El 1 de noviembre de 1755, hace doscientos setenta años, Lisboa estuvo a punto de desaparecer del mapa por un fuerte terremoto. Esta sacudida sísmica tuvo una réplica importante en el mundo intelectual europeo. No hubo pensador, empezando por Rousseau, Kant o Voltaire, que no hablara de este evento y de sus consecuencias. En el siglo anterior, Leibniz había establecido que, sin embargo, vivíamos en el mejor de los mundos posibles, exculpando a Dios del problema de la existencia de mal. Pero después de contemplar la destrucción de Lisboa, la tesis de Leibniz parecía ridícula y algunos se preguntaban, irónicamente, si Dios no pudo esforzarse un poco más.

Se trató de un debate muy interesante que actualmente parece superado. Un desastre como el de 1755, más que una convulsión intelectual, se limitaría a provocar controversias sobre las carencias estructurales de las ciudades o los problemas de coordinación de los distintos servicios de emergencia. 'Dios' es palabra proscrita en el discurso público y, por eso mismo, no tendría ningún sentido hacer ni siquiera el esfuerzo de exculparlo por las desgracias del mundo. Hoy, los relatos apocalípticos no tienen ningún origen cósmico, sino más bien producto de la acción humana, ya sea en forma de guerra nuclear, de catástrofe climática global o provocados por el riesgo de ser dominados por nuestras propias máquinas.

El olvido de Dios resulta, para el hombre moderno, aparentemente liberador. La pretendida omnipotencia divina, con la que no se podía rendir cuentas, es sustituida por la genialidad de los humanos y su capacidad para dominar la naturaleza y dirigir el futuro. Se ha sustituido al Dios bíblico por el dios del progreso y se sostiene la creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque es el mundo que nos permite desarrollar nuestro ingenio y crear nuestra civilización. No es sólo que el mundo sea mejorable, sino que nosotros lo mejoramos, a pesar de ser conscientes de que también podríamos cargarlo del todo. La cuestión es si puede haber un cataclismo que sacuda también esta creencia.

Es posible que este cataclismo haya empezado ya a germinar. Hasta hace poco, parecía que el progreso científico y técnico estaba ligado con la prosperidad económica y la democracia. Las sociedades libres fomentaban la creatividad y eso llevaba la riqueza, pero hoy ya no está tan claro. Los países con las economías más dinámicas (China, India, Sudáfrica, Brasil…) son regímenes autoritarios o, en el mejor de los casos, democracias con fuertes carencias. Sin embargo, en las democracias occidentales lo único que crece es el descontento y la desigualdad, y en determinados círculos ya no se esconde la admiración hacia los milagros técnicos o económicos de estos países emergentes.

Esto tiene consecuencias. La posibilidad de que, ante una crisis económica o social, la gente busque un gobierno autoritario que actúe con dureza y contundencia, es mucho mayor hoy que hace una o dos generaciones. La democracia ya no es el mejor de los sistemas posibles, sino aquél que, ante los nuevos retos, responde con más burocracia y menos eficiencia. Se plantean escenarios liberticidas y tiránicos que, naturalmente, no venderán de forma repentina sino gradual. Lo que parecía que no podía ocurrir tal vez ya está ocurriendo. Pero a diferencia de Lisboa, hoy el problema del mal tiene que ver, básicamente, con las personas, y ya hace tiempo que no tenemos ningún dios al que echarle la culpa.

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