Hace unas semanas Ignasi Aragay publicaba en el ARA una inusual visión de Cataluña. Se trataba de la descripción –en parte concreta y en parte paradigmática– de la primera hora del trayecto en tren de Barcelona a Gerona. El título prácticamente hace innecesaria la lectura del artículo entero: La Cataluña fea. El tono y el contenido son buenos de imaginar y, aun así, no es una lectura obviable.
Fábricas y campos abandonados, vertederos incontrolados, naves industriales, instalaciones obsoletas, naturaleza desconchada, invernaderos de plástico rasgado, chatarra, coches destripados... Todo suena amargamente familiar.
Tanto como el Camino florido que acaba de lanzar Ánimos Parrec y que, bajo el clickbait llompartiano, esconde el paisaje desolado y desolador en el que se ha convertido el foravilla mallorquín: latas, bolsas de estiércol, fosa séptica, tubos de PVC... Agresiones generalizadas que trituran y degradan el paisaje, convirtiéndolo en un triste panorama de difícil contemplación.
En Mallorca ya no se salva prácticamente nada de la fealdad. Ni la capital, ni la Part Forana, ni el foravila, ni el litoral; ni urbanizaciones, polígonos, puertos comerciales o deportivos, carreteras...; ni los centros históricos, los arrabales, las conurbaciones, las villas aisladas...; ni los histriónicos barrios de lujo ni los patéticos suburbios ultradegradados. La fealdad es una epidemia.
Parece que todavía perdura en la memoria colectiva una imagen idealizada del paisaje previo a la derrota, pero no es recomendable vivir tan engañados. Si lográramos ver la actual Mallorca con ojos de primera aurora, concluiríamos lúcidos y resignados: Guapa, guapa, no lo es.
Las agresiones de los últimos 60 años han sido letales. La incipiente demanda turística reclamaba hoteles "a pie de playa" y sacrificamos entusiásticamente los arenales, los salobrales, las marinas y los roquedales. Pero también demandaba mano de obra extensiva y así nacieron barrios enteros que columpiaron la ciudad y la hicieron naufragar. Y todos exigieron 'servicios': embalses, centrales, gasolineras, almacenes, vertederos... y carreteras –muchas carreteras feas– y grandes puertos y aeropuertos, para poder desplazarse constantemente de un lugar a otro y generar la falsa ilusión de una movilidad justificada y eficiente. Todo –recordémoslo– firmado por arquitectos e ingenieros, y bendecido por la normativa urbanística que –recordémoslo también– hace ya 48 años que emana de instituciones democráticas. Y autonómicas, para más señas, desde hace más de 41 años. Tiempo más que suficiente para arreglarlo nosotros mismos si lo hubiéramos querido y nos hubiéramos puesto.
Pero no toda la tragedia ha sido macro y, como en toda expresión de violencia, también hemos sabido generar agresiones de baja intensidad, que se han ido esparciendo impunemente y que ya parecen imposibles de erradicar. Son los 'microfetismos' –irrelevantes pero omnipresentes–, que distorsionan cualquier visual: los aparatos de aire acondicionado en las fachadas, el hipertrofiado cableado eléctrico, la rotulación ilegal –Palma tiene una exquisita normativa al respecto, escrupulosamente incumplida por particulares e instituciones–, la sobrecarga del espacio, los cierres anárquicos, los balcones estibados, las heces –no sólo de animal–, los grafitis, las veleidades hipsters de los locales de restauración, la suciedad, las 'mejoras' de los ayuntamientos, las rotondas ridículas, las esculturas inoportunas y las... También podríamos añadirlo como 'microfeismo' contextual?
No es fácil saber cuándo dejamos de tener buen gusto. La historia del paisaje demuestra claramente que la naturaleza siempre ejecuta diligentemente su parte: la geología, el clima, la flora y la fauna son agentes impecables. No podemos reprocharles nada. Y durante milenios la mano humana –desde las pirámides de Giza hasta las bancales de Biniaraix– también iba encaminada. Era precisamente la simbiosis entre la naturaleza y la acción humana, la que generaba a menudo los paisajes más bellos. Sin embargo, definitivamente algo se debió de torcer.
La reflexión de Aragay incluye una observación esperanzadora –o inquietante–: "En Francia, el paisaje periurbano está mucho más aseado y regulado. No tiene la apariencia de dejadez del nuestro". Yo añadiría: "En Menorca, tampoco".
Es cierto que la fealdad es una epidemia, pero no ha afectado ni afecta a todos los territorios con la misma dureza e intensidad. Merece la pena detenerse a pensar qué les puede haber ayudado a driblar la condena general.
En el caso de Menorca, un crecimiento infinitamente más contenido y la protección escrupulosa del suelo rústico para usos agrarios –absolutamente inconcebible la construcción en parcelas de sólo dos cuarteradas– seguro que han sido determinantes.