
La presidenta Marga Prohens y su ejecutivo pueden felicitarse de haber llegado a la mitad de la legislatura habiendo aprobado dos leyes de presupuestos consecutivas: algo no fácil, en tiempos de política especulativa. La política especulativa, para entendernos, funciona igual que la especulación de suelo y vivienda: se inflan los precios hasta crear una burbuja que nada tiene que ver con la realidad, y que beneficia a unos pocos mientras perjudica el interés general. Cuando la política no es especulativa, aprobar los presupuestos suele hacerse a través de debates parlamentarios que pueden ser intensos, pero también medidos: todo el mundo (también la oposición) entiende que el gobierno necesita unos presupuestos para poder gobernar, y por tanto se procura que su aprobación sea más o menos fluida. Hacer lo contrario se entiende (se solía entender) como una forma de obstruccionismo.
En tiempos de política especulativa, como los actuales, los gobiernos no tienen nada asegurado de que puedan aprobar los presupuestos. Lo deben sudar, como suele decirse, y eso significa hacer concesiones a los socios de gobierno, que a continuación exhibirán los acuerdos obtenidos (o arrancados, como suele decirse también, para darle más dramatismo) como trofeos debido a su capacidad negociadora experta. Después los acuerdos se cumplirán o no se cumplirán, dependiendo de la habilidad que tenga el Gobierno en el regateo y de lo obligados que estén los socios respecto de la acción de gobierno, etc. En una palabra, la política especulativa trata de cómo hacer pagar precios políticos hinchados, y también de cómo escapar de pagarlos, de forma limpia o no tan limpia o nada limpia.
La presidenta Marga Prohens y su equipo tienen un problema, y es que los precios políticos de sus leyes de presupuestos los marca la ultraderecha nacionalista de Vox. Ella y sus compañeros pueden, naturalmente, recurrir al manual de cómo retorcer palabras y hechos y pretender que tan malo como depender de la extrema derecha lo es depender de la extrema izquierda y de los chantajes de los golpistas catalanes. Pero ellos mismos saben que si hacen esto faltarán a la verdad, porque lo cierto es que ni en España hay extrema izquierda ni en Catalunya hay golpistas. En cambio, lo que sí hay, y viva, es extrema derecha. Esto lo saben tan bien, en el PP, que incluso tienen buena parte dentro de su propio partido.
La otra parte ha seguido y sigue caminos propios, que por el momento han dado dos proyectos políticos relevantes: primero, Ciutadans, ya liquidado. Y ahora, Vox. Como en las estafas inmobiliarias, o como con ciertas tarjetas bancarias, Vox ofrece apoyo parlamentario a cambio de intereses o precios exorbitados. Volver a abrir la ofensiva contra la lengua catalana y la enseñanza pública, suprimir la lengua propia de Baleares de la sanidad y otros ámbitos de la función pública, desregular la construcción y desproteger el medio ambiente hasta los extremos descabellados que fija la Ley de obtención de suelo aprobada de fresco, suprimir o recortar el gasto social, perseguir y (para blindar precisamente la ofensiva contra el catalán en otras leyes que nada tienen que ver) son, como puede verse, precios políticos exageradamente altos. Son medidas que atentan contra el interés general, y que dan satisfacción sólo a una minoría de fanáticos y ofuscados, que como última contribución al debate público han propuesto deportar a ocho millones de personas de España.
Estos socios no admiten la comparación con ninguna otra fuerza política, y no tienen cabida, de hecho, dentro de la democracia. Salvo que, como ha dicho la presidenta Prohens en su balance de media legislatura, llegar a acuerdos con la extrema derecha no le haya supuesto renuncia alguna, porque hay un acuerdo total entre el PP y Vox. Si es así, ya se entiende todo y al menos hay que agradecer la franqueza.