27/07/2025
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Uno de los motivos argumentales clásicos de las historias de espías, pero también de las novelas políticas, implica el manejo de los conocidos como 'secretos de estado'. Los estados del planeta –casi todos– tienen servicios secretos, que manejan información fruto de investigaciones no muy legales, que han tenido que hacerse así para salvaguardar intereses más grandes. Es como si los estados, que dicen regularse por la ley, violaran el estado de derecho cuando se trata de defender su identidad, su seguridad, incluso su integridad territorial.

En las películas de espías lo que se nos cuenta siempre es que los estados tienen sicarios: asesinos públicos que ejecutan a los supuestos enemigos del estado, sean estos terroristas o sus financiadores. En la serie estadounidense Lionesos –que vinieron a rodar a Mallorca– se ve cómo los servicios de espionaje infiltran a una señorita dentro de la familia de un jeque árabe que financia el terrorismo islamista: y cómo lo matan, sin más, en la cocina del hotel de lujo de Sa Fortalesa (Pollença). Obviamente, esta es una de las cosas que de repente se transforman en secreto oficial, porque no sale ninguna autoridad a reivindicar que haya muerto una persona extrajudicialmente, sin otras pruebas que las que tienen los servicios de espionaje, que se supone dirigido por un cargo político. Son los políticos, pues, los más preocupados por salvaguardar los secretos oficiales, para que no los expongan a fechorías que pueden constituir delitos.

Pero es aquí donde entran los periodistas, quienes pueden investigar y están al servicio de la verdad, con independencia de lo que interese o no a quienes barajan las cerezas, y pueden decidir –desde ciertos ministerios– sobre la vida o la muerte de los demás. Lo hemos visto en el caso reciente de la policía infiltrada dentro del movimiento independentista: el ministro se niega a dar explicación alguna, aunque aquí se habrían violado derechos fundamentales de ciertas personas, ideológicamente señaladas.

Ahora, en España, quieren modificar la Ley de secretos oficiales, cuya última versión era del tiempo del franquismo. Hay polémica, porque los periodistas podrían ser sancionados de publicar información calificada de secreto, con multas de hasta dos millones y medio de euros, además de poder secuestrar la publicación. Es aquí donde podría haber polémica jurídica, y ser calificados de inconstitucionales, estos preceptos; podrían violar la libertad de información.

Sea como sea, y diga lo que diga el Tribunal Constitucional si es que finalmente alguien recurre a ello –podemos dudar de que esto ocurra–, quizás podamos por fin saber muchas más cosas del golpe de estado del 23-F. Han tenido que pasar más de cuarenta años, pero toda la estructura institucional crece sobre lo que ocurrió aquellos días, aquellas horas, y todo lo que se había estado cociendo desde antes. No sabemos nada del porqué último de esta democracia. Todo el estado español se asienta sobre un secreto, o lo que es lo mismo, sobre diversas formas de mentira. Y la ley que quieren aprobar no hará más que reforzar esa idea.

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