
Después de hacer el ejercicio de imaginar cómo serán Baleares dentro de 50 años, mis manías han salido reforzadas. Es una mala noticia para todas aquellas personas que deben soportarme con la murga día a día, pero no me sabe mal. Si nuestra única arma realmente efectiva es el consumo, debemos utilizarlo. Votar como herramienta de transformación es algo del pasado. Hoy en día, gobierne quien gobierne, nuestras vidas no cambian demasiado, porque hay estamentos y poderes no elegidos por la ciudadanía que no están dispuestos a que el rumbo de nuestras existencias miserables cambie de forma perceptible. Y, claro, esto hace que la vocación de radicalidad esté cada vez más devaluada, como si ir a las raíces de los problemas fuera una actitud ofensiva con un sistema engordado ya toda máquina.
El consumo implica muchas cosas más allá de comprar en una tienda, un centro comercial y una plataforma online. Si nos movemos en coche o no, qué compañía eléctrica contratamos, cuánto comer lanzamos al estiércol, si viajamos un poco menos, cómo utilizamos nuestro tiempo, a qué precio vendemos nuestra fuerza de trabajo, qué dedicación damos a nuestros hijos... Hay cosas que no podemos cambiar a escala individual, porque cada vez es más complicado cubrir las necesidades básicas y no es cuestión jugar con el pan. Sí que tenemos al alcance de la mano pequeños gestos de coherencia que, como mínimo, nos otorgan unos segundos de paz espiritual, como cuando conseguimos controlar las ganas bulímicas de comprar objetos que no necesitamos y que sólo sirven para que el dinero que tanto nos ha costado conseguir pasen pronto a otras manos, que suelen ser las de personas ricas que no las necesitan.
Parece que hemos olvidado que, lo que no podemos afrontar solos, sí tiene una salida colectiva. Ahora bien, el colectivo es como la radicalidad, una molestia para el orden y los 'buenos' ciudadanos. Organizarnos colectivamente es una utopía mientras que no nos despertamos de la anestesia social, que ha multiplicado sus efectos gracias a las pantallas y preocupaciones absurdas. La frontera entre lo importante y lo superfluo se ha desvirtuado y ahora somos como niños pequeños que lloran por cualquier bendición. Todo nos afecta, todo nos pone enfermos, todo nos altera. El consumo que nos han puesto sobre la mesa es un engaño. Nos han estafado. Y nos han hecho creer que no somos poderosos, que lo único que podemos hacer antes de morir es pasar el tiempo.