16/11/2025
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Cada vez hay más personas centenarias. Sólo en Cataluña son más de tres mil; y se calcula que, en cerca de veinte años, la cifra se multiplicará por tres. Por alguna razón, la región de España con menos personas de esa edad –tan 'respetable'– son las Islas Baleares. Como ya no hay tanta "calma", dicen los médicos, entre los isleños ya no llegamos a la centuria. Pero la tendencia es general en Occidente; cada vez es más probable ir más allá de la esperanza de vida media, que no ha dejado de elevarse desde tiempo atrás. El acceso a la sanidad universal, los avances médicos y farmacológicos, y mayor vacunación, higiene, menos abuso del tabaco y el alcohol, y sobre todo el apoyo social y comunitario, tienen un peso decisivo a la hora de ayudar a que cada vez vivamos más años.

En la última novela del filósofo Ferran Sáez (La otra hipótesis, publicada por la nueva editorial Eclecta: atención a su catálogo) se plantea un futuro donde la gente se acoge a un Límite Vital Voluntario, porque la longevidad puede llegar a superar los ciento cincuenta años. El libro, que nos llena la cabeza de inquietudes y preguntas, muestra un futuro donde todas las utopías se han cumplido, hasta el punto de que el romance social es indiscernible de una perpetua sensación de pesadilla ensuciadora. Quizás la felicidad humana completa, en caso de conseguirse, haría pared con la idiocia más absoluta, o con un estado de ataraxia atónita, ya muy parecido a la espiritualidad que desprenden las nuevas formas de tecnología, como la IA. Sáez describe un mundo ganado en todas las pérdidas, pero al mismo tiempo nos hace habitar una desesperanza que, al contrario de lo que prescribían los estoicos, no es la felicidad, sino una forma de angustia que abole los límites entre las épocas.

No sé si un proyecto de vida digna debe hacernos vivir tantos y tantos años; no sé si conviene perpetuarse durante décadas en una silla, sin sendero ni otra conciencia que la de un reptil o de una aspidistra. No es que la inmortalidad nos la pueda dar la IA (convirtiéndonos en datos locuaces y póstumas), es que la IA acabará teniendo más vida que nosotros, o al menos más ganas de hablar. "Nosotros vivimos porque la muerte nos imagina", dijo el poeta Pere Antoni Pons. El panorama es otro: miles de ancianos que, como los jóvenes, viven una vida simulada, un presente perpetuamente apático, sin alegría ni conocimiento, o sin otra novedad real que el aire que todavía se respira.

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