25/11/2025
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Estos días se cumplen los cincuenta años de la muerte de Franco, uno de los momentos más grises en la historia reciente de España porque, bien mirado, no deja de ser triste que un dictador muera. No me malentendan: no defiendo la inmortalidad de los dictadores, sino el hecho de que ninguno de ellos debería morir siendo dictador o, en todo caso, con su muerte debería desaparecer la dictadura. Porque a diferencia de Hitler, Mussolini o las dictaduras de Portugal o Grecia, Franco nunca fue derrotado y, por eso mismo, podemos decir que murió invicto.

Esta circunstancia no es anecdótica, sino que ha tenido muchas implicaciones. La primera de ellas es que la muerte de Franco nunca supuso el fin del régimen. Al día siguiente España seguía siendo una dictadura, aunque esto no impidió el proceso hacia una democracia como la que tenemos hoy. Pero el fin de la dictadura, que podemos datar sobre 1977 o 1978, tampoco llevó implícita la desaparición del franquismo.

El relato oficial presentó la Transición como un caso paradigmático de reconciliación fraternal que quiso venderse como modelo para los regímenes autoritarios de América Latina o en los países del este de Europa, pero nadie lo compró. En estos países se derribaron los regímenes, en muchos casos de forma pacífica, pero esto no fue un obstáculo para depurar responsabilidades, para hacer públicos los archivos de la represión política y para llevar a juicio o marginar a los principales protagonistas de la opresión. En España esto no ocurrió. En 1977, la misma ley de amnistía que liberaba a los presos políticos, se cuidó de amnistiar a las autoridades y funcionarios del franquismo, y hoy, medio siglo más tarde, todavía sigue en vigor la Ley de secretos oficiales de 1968. Pero este pacto de silencio fue más allá de lo del franquismo se fuera desvaneciendo y desapareciendo. Gracias a ello, hoy la mayoría de españoles saben más de la Segunda Guerra Mundial que de la Guerra Civil, de la que pocos sabrían mencionar alguna batalla importante o un militar destacado. A lo largo de estos cincuenta años se han hecho muchos chistes de Franco, pero nunca se ha hablado en serio de las familias y empresas que se aprovecharon de un régimen criminal y corrupto. La amnesia de la Transición había funcionado.

La necesidad de romper hoy este silencio no debe ser un clamor para la venganza, sino la asunción de la responsabilidad colectiva del pasado. Una sociedad que no es capaz de enfrentarse a sus fantasmas no deja de ser una sociedad inmadura y mal cohesionada, y esa inmadurez es, curiosamente, uno de los aspectos que más han perdurado del franquismo: la idea de que los españoles son gente apasionada y buena de encender, a los que mejor esconder las cosas para que no tomen daño. Una idea bastante pesimista de la gente de este país que en la Transición fue admitida sin discusión por casi todo el mundo.

Mantener esta visión cainita de España es la última jugada maestra del franquismo, lo que le ha permitido mantenerse latente como un herpes, esperando una nueva oportunidad. El actual desprestigio de la clase política o el colapso de algunos servicios públicos han creado el marco ideal para que pueda reaparecer e imponer su relato aprovechando la amnesia que dejó el nefasto pacto de silencio de la Transición. Al igual que Franco, el franquismo nunca ha sido derrotado y, con la buena salud que parece tener últimamente, continuará también por muchos años invicto.

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