Ante esta crisis democrática que vivimos en los últimos años, sobre todo con ese ascenso de la derecha populista –o del populismo prefascista–, la pregunta es más que evidente: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? La verdad es que la crisis se adivinaba desde hacía décadas, y, por mucho que siempre hay quien ya apuntaba a este problema, porque veían fascismo por todas partes, ha sido la misma clase política la que ha abonado el terreno para que ahora salgan todos estos frutos venenosos. La democracia, ya lo sabemos, es débil, o al menos, para defenderse, no suele hacer lo mismo que hacen las dictaduras, por mucho que es el ansia o añoranza dictatorial lo que ha dado alas a la neodreta: su discurso es más antiguo que el ir a pie.
Siempre hemos tenido miedo, siempre nos hemos sentido amenazados y precarios, siempre hay épocas de crisis que apuntan en el horizonte, pero ahora parece que incluso los miedos más inverosímiles están justificados (crisis demográfica, climática, cultural, obsolescencia laboral, etc.).
En las redes sociales lo compruebo todos los días: gente que tenía por sensata y lúcida se apunta a aplaudir a los políticos xenófobos, oa criticar a los políticos de toda la vida que sí, nos han decepcionado totalmente (ya sea con la independencia o con las ayudas a la dependencia). Los discursos sobre el 'barco de rejilla'son muy viejos, y en las sociedades cerradas y tradicionales antes se pronunciaban en voz baja, aunque ahora hemos visto que todo el mundo se ha desinhibido.
La política de toda la vida no ha sabido dar una respuesta ni hacernos entender cuáles eran las alternativas sensatas incluso a su propia ineptitud. Una zafiedad que ahora se muestra también a la hora de hacerle frente; parecen más preocupados por lo que pueda ocurrir con sus partidos y sillas que por el destino de la democracia o de una ciudadanía que, aunque vote 'mal', no merece tanta estafa. Ahora que viene la derecha más rancia y cobarde también llegaremos allí mismo: no sabrán hacer nada de lo que prometen, y todo quedará en discursos, consignas, cuatro expulsiones de inmigrantes cara a la galería, corrupción aún más desvergonzada y altercados en la calle de sus opositores.
Una decepción simétrica a la del populismo de izquierdas, que llegó hasta la vicepresidencia española y que todavía tiene ministerios, no lo olvidemos; probablemente, una abrió el camino que la otra ha tenido más transitable. Cuando las mentiras se han hecho tan grandes que nadie puede escuchar nada de lo que dicen sin que se le caiga la cara de vergüenza, lo que más fuerte grita tiene todos los puntos ganados. Tanto cinismo, doble pensar, retórica vacía, tantos progresistas con moraleja de soberbios y al mismo tiempo haciendo millones con collonadas, todos estos son los responsables de que al final se quiera hacer alcalde en el borracho del pueblo, porque al menos ha tenido el coraje de decir que el rey iba en balones. Es sobre todo un fracaso de la derecha civilizada, que nunca ha terminado de existir, pero también de un progresismo que ha abandonado las clases medias para concentrarse en batallitas culturales e identitarias que no sirven más que para crecer a la sombra de las subvenciones.