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En Mallorca, el sinhogarismo ha dejado de ser un fenómeno marginal para convertirse en un síntoma estructural de un fracaso colectivo. En los márgenes de las autopistas, bajo los puentes de la vía de cintura, en solares vacíos y en rincones casi invisibles de Palma, se multiplican las tiendas de campaña, las chabolas hechas de plásticos y maderas, y las autocaravanas que son, en realidad, otra cara de la misma precariedad. Y, sin embargo, las administraciones públicas siguen actuando como si todo esto no estuviera o como una anécdota. No saben cuántos asentamientos existen, ni cuántas personas viven, ni en qué condiciones, ni qué necesidades tienen. Y si no se sabe, no existe y no se pueden dar soluciones. No saber es, con demasiada frecuencia, un mecanismo de defensa institucional.

Esta situación no es fruto de una elección vital sino de un sistema que expulsa. La práctica totalidad de las personas que malviven en tiendas o caravanas quisieran una casa. Y, de hecho, reproducen el esquema tanto como pueden para mantener una mínima dignidad.

La raíz del problema está en que en las Islas la vivienda se ha convertido en un bien de lujo. Hace años que el mercado perdió toda conexión con los ingresos reales de la población. Incluso personas con trabajo estable no pueden acceder a un alquiler en Mallorca –y menos en Ibiza. El coste de vivir se ha despegado de la vida real. Hay dinero y vivienda para unos, pero no para otros, los más vulnerables.

La última radiografía publicada por el Instituto Mallorquín de Asuntos Sociales, correspondiente al 2023, ya advertía de un aumento del 112% de personas sin hogar entre 2019 y 2023. Pero aquellas cifras eran insuficientes, parciales, mal contadas y ahora ya han sido. La realidad que hoy se esconde detrás de los taludes de las carreteras y dentro de las caravanas es mucho mayor y grave de lo que indican las estadísticas oficiales. Y, sin datos, no hay política posible.

Por eso, la primera exigencia a las administraciones debería ser tan elemental como saber qué está pasando. Es necesario un recuento riguroso y periódico que permita entender cuántas personas viven en asentamientos improvisados, en qué condiciones lo hacen, qué problemas de salud tienen, cuáles son sus necesidades reales. Sólo así se puede diseñar una respuesta pública que no sea un parche.

La solución al problema de la vivienda no es –lo sabemos sobradamente– construir más. La solución es planificar, regular y poner límites a un modelo que ha convertido a la casa en especulación, y la vida, para muchos, en una cuestión de dura supervivencia. Pero mientras este debate sigue atascado, lo mínimo exigible es mirar de cara a estas personas y reconocer que existen. Y que tienen derecho, como todo el mundo, a una vivienda digna. Ignorarlos no les hace desaparecer, sólo nos hace más pequeños como sociedad.

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