El siglo africano comienza en el Sahel
La población mundial alcanzó los 8.000 millones en 2022 y, aunque la India superó recientemente a China como país más poblado, es África quien concentra la atención de los expertos, por su rápido crecimiento demográfico. Durante el último siglo este continente ha pasado de dos cientos de millones de habitantes a convertirse en una de las zonas más pobladas y jóvenes del mundo, con 1.400 millones. La mayor parte de su gente tiene menos de treinta años, algo que contrasta con el envejecimiento generalizado de otras muchas regiones. Los demógrafos, de hecho, estiman que en pocos años este continente representará a una cuarta parte de la población mundial. Este dinamismo podría generar un importante dividendo demográfico y favorecer el ascenso de nuevas potencias como Tanzania o Nigeria. Por eso muchos autores afirman que el siglo XXI será el "siglo de África". Sin embargo, no todo son flores y violas, porque este futuro esperanzador convive con una sombra antigua: la influencia persistente de las viejas potencias coloniales.
Es en este contexto de cambio donde apareció con fuerza el movimiento conocido como 'No more France'. Un clima de rechazo que coincidió con los golpes de estado que se produjeron en Mali, Burkina Faso y Níger entre 2020 y 2022, unos cambios políticos que Francia criticó abiertamente. Y es normal, porque las nuevas juntas militares rompieron rápidamente las relaciones con la antigua metrópoli y expulsaron a las tropas francesas de su territorio. Al mismo tiempo, estos gobiernos buscaron nuevos aliados y se acercaron a Moscú y China en el ámbito militar, energético y estratégico. No es casual que aparecieran manifestaciones con banderas rusas e imágenes de Vladimir Putin por las calles de Bamako o Uagadugú. Todo esto se explica por el nuevo contexto global: la competencia entre potencias y la guerra de Ucrania han alterado el equilibrio internacional y han abierto oportunidades que antes parecían impensables.
En este nuevo marco, los países del Sahel ya no quieren una independencia de fachada, esa "independencia de bandera" que Frantz Fanon criticaba en su libro Los condenados de la tierra (1961). Reclaman una soberanía real. Recordemos que las independencias de los años sesenta fueron superficiales: muchos estados mantuvieron el franco CFA ligado a Francia, permitieron que empresas francesas controlaran sectores claves y aceptaron bases militares en su territorio. Y se han cansado.
Burkina Faso es uno de los casos más claros. El antiguo Alt Volta acumula una trayectoria llena de inestabilidad: desde su independencia, en 1960, ha vivido numerosos golpes de estado, dos de ellos en los últimos años. El país arrastra problemas estructurales muy profundos. Tiene una población que depende sobre todo de la agricultura de subsistencia y está expuesta a sequías e inundaciones cada vez más extremas, agravadas por el cambio climático. Sus indicadores de desarrollo son los más bajos del mundo. Además, la inseguridad provocada por grupos armados yihadistas alimenta la pobreza. Aunque el oro representa la gran mayoría de las exportaciones —mucha de esta producción termina en Suiza—, la población no recibe sus beneficios.
Es aquí cuando emerge la figura de Ibrahim Traoré, el nuevo presidente golpista del país. Su liderazgo se inspira en Thomas Sankara, el revolucionario de los años ochenta que quería romper con el legado colonial. Recogiendo parte de ese espíritu, el gobierno de Traoré ha aplicado medidas económicas orientadas a reforzar la soberanía del país. Por ejemplo, ha nacionalizado minas de oro que antes estaban en manos extranjeras. Con los recursos generados, repartió maquinaria agrícola en todo el país para impulsar una "revolución" que pretende mejorar la vida de las zonas rurales, donde vive la mayoría de la población. Además, inició una lucha contra la corrupción.
Fanon ya advertía que, cuando un pueblo no puede decidir por sí mismo, acaba rebelándose. Sahel parece haber llegado a este punto.
Está claro que estos procesos no son perfectos. Los nuevos gobiernos revolucionarios de Mali, Burkina Faso o Níger no son ejemplos de democracia, pero tampoco lo habían sido los anteriores, a menudo sometidos a influencias externas o incapaces de responder a las necesidades básicas. También, es muy posible que estos nuevos gobiernos acaben endropiéndose de forma despótica o incumpliendo buena parte de sus promesas: el tiempo nos lo dirá.
Pero dejando de lado nuestros prejuicios… ¿qué podemos aprender nosotros de todo lo que ocurre a miles de kilómetros? Ido creo que el mensaje está claro. En un momento en el que cuesta imaginar alternativas y en el que las utopías parecen antiguallas, lo que ocurre en África nos obliga a mirar más allá. A pesar de sus contradicciones, estos movimientos emancipadores en el Sahel expresan una demanda profunda de dignidad y autonomía. Y recuerdan que otro mundo sigue siendo posible, aunque no coincida con la mirada europea y pase a países que nosotros no sabemos situar en un mapa.