
Hubo un tiempo que nos rascábamos el brazo con un tronquete para grabar una inicial y que, cuando cayera la costra tostada, quedara el recuerdo del enamoramiento; que nos alegrábamos de quemarnos un poco en Patum o en el correfoc de las fiestas, señal de que habíamos jugado con fuego; un tiempo que la anécdota del diente asombrado o el estigma de una vacuna o enfermedad daban carácter al cuerpo y color al discurso; que nos poníamos camisetas y brazaletes de la suerte, deshilachados para tejerse con la historia; e incluso en casa, hubo un tiempo que manchas y grietas y trastos representaban vivencia, sentido. Hoy lo que hay son anuncios que aseguran que "no hace falta que la vida deje marca": que podemos y deberíamos querer evitar el recuerdo reseguible, significado, de nuestras acciones.
Con el pretexto de la conservación del patrimonio, después de décadas de mantener las posesiones cerradas y valladas, con los muebles tapados y las cristalerías y cuberterías intactas, ahora los propietarios permiten emplearlo todo a familias de turistas que, una semana tras otra, lo desgastan y testimonian con huellas. Unos intentarán borrarlas al final de la temporada, para volver a alquilar el próximo año; los demás se van convirtiendo en el único recuerdo de estos inmuebles, mesas y mantel, condenados a no valer más que dinero para sus 'auténticos' propietarios. De este mal fato se han salvado las telas de lino antiguo que Mateu Coll interviene y resucita en la exposición Querer y doler, comisariada por Aba Art, en el Hotel Fontsanta de Campos. El artista pollencí, un gran escuchador de las almas de los objetos acumulados y abandonados con igual ansia, ha conservado telas heredadas y ha adoptado otras por toda la isla; y ahora, con ojos y manos de poeta, las devuelve al mundo de los vivos con el espíritu reavivado.
Mientras, en la Galería Maior de Pollença, la comisaria Esmeralda Gómez propone similarmente que la memoria no es una estructura fija ni un archivo, sino "un flujo dinámico que se mueve a través de los cuerpos y los materiales". Ha releído, con sus autoras, obras de Lara Fluxà, Eva Lootz, Clàudia Pagès, Susana Solano y Laia Ventayol, para la exposición La memoria es una corriente. Las piezas de Fluxà, animadas con la energía que alena en el proceso de engendrarlas, reverberan. Una ramilla rebelde grita desde una pata del taburete en la que Lootz intentó convertir un árbol. Los ventiladores de Pagès mueven el aire con ecos de Hawai, Bali y Cabo Verde, entre otros, no lo sabemos exactamente, a través de las conchas que ha recogido en playas catalanas de arena regenerada. El tinte de las moreras artesanas de Ventayol evoca a una Alemania verde que acogía a los jóvenes artistas como ella, hace más de una década. Regueros de recuerdos se terminan en un torrente de memoria que se salta la linealidad del tiempo y transita un espacio menos definido. El cuestionamiento y mutación de sus creaciones hace rebrotar las ideas de las autoras (y de la observadora) en una forma que ya no puede ser la primera pero que la contiene.
Muchos compañeros músicos dicen que no han vuelto a escuchar un disco propio después de haberlo grabado. También muchos compañeros escritores me aseguran que nunca releen un texto suyo, una vez publicado; que ni se acuerdan. No es el caso del poeta ferreriense Damià Rotger, comprometido a mirar nuestras letras y nuestro paisaje con unos ojos que interrogan lo que, aunque tenga apariencia del mismo, es siempre diferente, por los cambios que provocamos y que nos provoca viviéndolo: las calas, la posidonia y la arena de las calas; los sitios, la forma y la gente de los sitios; la lengua y las palabras; en su octavo libro, Naturaleza elemental (premio Ciudad de Xàtiva, Bromera, 2025), son las mismas de siempre, pero existen y hablan en una forma evolucionada que marca, porque contiene el rastro de lo que fueron y de lo que pueden llegar a acontecer.
Tiempo acá, un día pronto, después de una buena caminata, me zambullí desnuda (que es como se solía nadar en la Tramuntana), y un ejemplar de Pelagia noctiluca me aferró los tentáculos en el pecho izquierdo, saludando con una descarga eléctrica. Exhibí la cicatriz de la medusa todo el verano, mientras propagaba un relato magnífico de supervivencia al límite. Aprendí que los grumeros nacen en forma de pólipo que se aferra sedentario a las rocas, entonces maduran y emprenden la aventura oceánica, siguiendo un conocimiento colectivo heredado y en su más conocida forma de campana. Que la vida es rica gracias a las transformaciones físicas que experimentamos: en los humanos, la morfología del cerebro va variando a medida que incorpora aprendizajes. Hoy, la señal en la piel y el caligrama que dediqué a ese borne me recuerdan cómo distinguir su especie en medio del mar, los remedios por la herida, todos sus nombres; y cómo era un verano en Mallorca en el año 2009.