Marta Alonso
12/12/2025
2 min

Como trabajadora social, siente la responsabilidad humana y profesional de visibilizar las injusticias que vemos cada día y que el sistema no logra resolver. No para señalar a nadie, sino para poner luz allá donde la oscuridad institucional deja familias atrás.

Estos días he conocido a varias madres con niños que están a punto de quedarse en la calle. Una de ellas me ha dado permiso para compartir su historia: de vida, valentía y lucha. Es una madre de tres menores que actualmente vive en una habitación de alquiler con precio inasumible, y en la que duermen las cuatro en un espacio mínimo. Sin embargo, no se rinde: busca ayudas, sigue todas las recomendaciones de los servicios sociales y quiere hacer público esta situación de injusticia social con la esperanza de encontrar una solución para ella y para las familias que venderán.

Con los recursos actuales, sin embargo, se topa con un muro. Cuando los servicios del tercer sector intentan derivarla a un centro de acogida para familias, se encuentran con una incomprensible paradoja: no puede acceder al recurso de Palma porque no lleva dos meses empadronada, pero tampoco puede acceder al recurso para personas no empadronadas en Palma porque… está empadronada en Palma. El resultado es tan absurdo como peligroso: se queda fuera de todos los circuitos.

Y aquí hay una segunda contradicción. Aunque cumpliera el requisito de empadronamiento, los centros de acogida para familias tienen lista de espera. Pero cuando hay menores, "no hay plazas", no es una respuesta. Es una omisión del sistema. Si un recurso está lleno, se crea otro, se buscan alternativas, se dota a una partida urgente o se activa alojamiento temporal. La protección de la infancia no puede depender de un número.

La legislación estatal y autonómica es clara: la pobreza no puede ser motivo de separación de menores ni de inacción institucional. Pero cuando una madre debe elegir entre continuar en una habitación insostenible o vivir en la calle con sus hijos, el sistema está fallando.

A todo ello se suma la realidad estructural: el precio de la vivienda. Mallorca es una de las zonas más caras de todo el Estado. Familias que trabajan, madres solas, jóvenes, ancianos: todos compiten por alquileres imposibles. Cuando la vivienda se convierte en bien especulativo, las familias vulnerables desaparecen del mapa. No porque no quieran alquilar, sino porque no pueden pagar ni una habitación.

La vulnerabilidad se multiplica cuando hablamos de mujeres que están en proceso de regularización. No es cuestión de origen, sino de derechos. El diseño actual de los recursos las excluye justo cuando más necesita protección.

Esto no es un caso aislado. Es el resultado de una suma de factores: una ley de vivienda que no garantiza el derecho constitucional, una ley de extranjería que dificulta integrarse y una carencia de recursos públicos que obliga al tercer sector a hacer equilibrios imposibles.

Lo que no podemos aceptar es que la respuesta sea, simplemente, una lista de espera. Cuando hay menores, el sistema debe estar preparado. Recursos flexibles, protocolos de emergencia, mayor parque público y más presupuesto. Hacerlo no es un lujo: es una obligación.

La protección de la infancia no es sólo una obligación legal; es un acto de dignidad humana. Cuando cuidamos a las familias más vulnerables, reforzamos la sociedad entera.

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