15/09/2025
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Ahora que comienza el nuevo curso político, me gustaría decir algo innegable: parece que a la izquierda le gusta que gobierne el PP y Vox. Ya lo dice el poeta y activista García Montero: a los partidos de izquierda les "conviene mucho" que haya Vox, un partido al que considera que es necesario "cuidar". Porque cuanto más ruido hacen los fachas, más movilizada está la izquierda. Sí, sí, no me ha leído mal. Cuando manda la derecha, los progresistas parece que se encienden como cohetes de San Juan: asambleas, manifestaciones, pancartas, comunicados... Todo un festival de energía social.

Pero cuando la izquierda, "la de verdad", llega al gobierno… ay, entonces comienza la depresión colectiva. Decepción tras decepción. ¿Casualidad? No lo creo. Es casi un mecanismo de relojería: cuando estos partidillos llegan al gobierno, todo el sistema –medios, opinadores, tribunales– se conjuran por hacernos creer que cambiar las cosas es imposible. Y encima, lo tiñen de espíritu crítico.

Los politólogos hace tiempo que lo cuentan. Cuando un partido pequeño y "radical" entra en el gobierno, pasa a ser percibido como un traidor: demasiado blando para los suyos y demasiado extremo para los demás. Resultado: los votantes huyen. Y, por si fuera poco, la maquinaria mediática se pone las botas. Al final, resulta que la izquierda debe comer tofu, montar en bicicleta y ser coherente hasta la muerte, mientras que los demás pueden robar a manos llenas y dar la vuelta al puticlub sin que nadie se escandalice. ¿Y quién gana con esto? Exacto: los de siempre, los que han mandado toda su vida.

Por si fuera poco, dentro de la misma izquierda tenemos una afición para buscar mesías y momentos épicos. Que si Pablo Iglesias, que si Pedro Sánchez, que si Yolanda Díaz… Los elevamos a la categoría de salvadores, y después, inevitablemente, nos hundimos con ellos. Mientras, los problemas reales –la desigualdad, la precariedad, las heridas sociales– quedan en segundo plano mientras las noticias (¡de los medios progresistas!) hablan del Fiscal General o de la última ocurrencia de Abascal… ¡Flipando!

Algunos, ilusos, piensan que todo se va a solucionar con una gran revuelta moderna, como fue el 15-M o el Proceso catalán. Y es que en la izquierda nos encanta pensar que el mundo se mueve a golpe de Revoluciones, con mayúscula. Pero la realidad es mucho menos cinematográfica. La historia ha demostrado que la mayoría de cambios no vienen de una chispa mágica, sino de transiciones largas, pesadas, con debates eternos, contradicciones, dudas y, sí, muchas influencias políticas. Y aquí es donde estamos ahora.

Y es por eso que la gente de izquierdas tenemos que hacerlo mirar, porque así no vamos a ninguna parte. Quizás toca pulsar el botón de reset ideológico –o al menos hacer uno update– porque estas manías nuestras son un callejón sin salida. Las revoluciones discretas y sin fuegos artificiales no son glamurosas ni dan likes, pero son las únicas que realmente funcionan. Y eso deberíamos tenerlo clarísimo. No puede ser que cuatro periódicos con aires de New York Times, tiktokers pesados ​​y televisiones controladas por el Ibex-35 nos digan por dónde debemos ir.

Así que, quizá, el error sea nuestro cuando esperamos que los partidos progresistas nos iluminen con milagros institucionales. Porque al margen de sus errores (¡que tienen, y muchos!) las instituciones son un terreno minado: si no te destrozan a tus votantes, te destroza la derecha mediática, y si no, el sistema judicial. Hay que estar en el Parlament, claro, pero la transformación social, la que deja huella, pasa a menudo fuera de los despachos. Ocurre en colectivos feministas, en asambleas juveniles, en fiestas alternativas, en la forma en que una ciudad decide vivirse a sí misma. Y sí, aunque parezca poco, estos movimientos lentos, de lluvia fina, son los que acaban cambiando la historia. Me gusta recordar las palabras de Periko Solabarria: "Hay que pisar más barro y menos moqueta, ya que en el barro se deja huella". Rogamos nota. Los reaccionarios lo saben, y por eso los temen, a quienes pisan barro. Pero la gente que hierve la olla debe saber que, poco a poco, se construye otro futuro.

PD En relación con este tema, las fiestas populares de Palma son un claro ejemplo de dos cosas: la miopía de los partidos de izquierdas y el poder real de la organización vecinal. Colectivos como la Obrería de San Sebastián u Orgullo Llonguet han logrado reavivar en 10 años una ciudad que parecía plana y previsible. Lo han hecho sin presupuesto, sin patrocinadores y al margen de las instituciones, demostrando que la calle puede transformar la realidad.

El caso de la fiesta de Canamunt y Canavall, que se celebró hace unos días, es de manual: el Ayuntamiento intenta secuestrar estos movimientos populares, ahogándolos con burocracia y restricciones, mientras premia a empresas privadas con DJ y conciertos prefabricados. Cuando la gente de base hierve la olla, los de arriba contraprograman para robar protagonismo y convertirlo en un espectáculo vacío. Mientras Jaime Bonet acaricia macrofestivales, se ponen bastones en las ruedas a las que realmente transforma la ciudad. ¡Recordémoslo!

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