
PalmaTres de cada cuatro ciudadanos de Baleares piensan que hay demasiados turistas. El dato, que podría parecer un grito minoritario hace unos años, es hoy un clamor casi unánime. Y si miramos el detalle de la encuesta de la AETIB –organismo del Govern–, la fotografía es aún más contundente: cerca de un 80% de los residentes rechaza los cruceros. El mensaje enviado por esta encuesta está claro, porque no sólo los activistas o las entidades vecinales, sino incluso muchos de los que viven del turismo coinciden en que el modelo debe detenerse, que deben ponerse límites.
Pero si no se ponen a pesar de la casi unanimidad, entonces una se pide quién hay por encima de todo esto, ¿que hace que nada cambie? Si la sociedad reclama contención y los datos oficiales lo confirman, ¿cómo es que la rueda sigue girando igual o, incluso, más acelerada?
El caso de los cruceros es paradigmático. Todo el mundo sabe que contaminan, que consumen grandes cantidades de agua dulce que chupan de nuestros puertos, que los pasajeros contribuyen muy poco a la economía local y que saturan los centros históricos durante horas. Y sin embargo sus llegadas no se reducen más, sino que da la sensación de que se gestionan como una pieza imprescindible de la oferta turística, como si Palma no pudiera existir sin las decenas de miles de cruceristas que desembarcan cada semana.
Tiene que haber intereses muy poderosos para no detenerlo cuando tanta gente lo pide. Las grandes empresas del sector, los lobbies internacionales que operan por encima de fronteras y gobiernos, las instituciones que tienen la recaudación como objetivo supremo. Ante esto, ¿quién está dispuesto a asumir el coste político de decir lo suficiente? Es más fácil acudir al discurso de que "la situación es compleja" o que "no hay alternativas inmediatas".
Mientras tanto, la ciudadanía se ve atrapada en un círculo vicioso: se reconoce el problema, se habla de ello en todas las conversaciones y en los plenos institucionales, pero el marco se mantiene inmóvil. Es una prueba de ello que el Govern disponía de los datos de la encuesta al menos desde el mes de mayo y no los había hecho públicos, como denunció el Foro de la Sociedad Civil. La transparencia tampoco parece ser una prioridad cuando lo que tiene en juego es cuestionar el motor económico de las Islas.
Pero incluso la economía empieza a hablar en otro idioma. Porque un modelo que exige cada vez más recursos y aporta menos bienestar es un modelo débil. Y porque la sostenibilidad no es sólo un relato para llenar folletos y venderlo en ferias, sino una exigencia para mantener el territorio y la vida.
En todo caso, lo que llama la atención es que la sociedad ya ha dado un paso adelante. Los porcentajes de la encuesta dejan claro que existe consenso y conciencia. Lo que falta es la valentía política por poner límites reales y por desafiar intereses que parecen intocables. Ahora la próxima encuesta debería pedir no qué pensamos nosotros de los turistas, sino qué piensan los turistas de nosotros. Quizás nos sorprendería ver quién pide más límites.