
La hipocresía es un vicio común que inicialmente puede parecer inocuo, al fin y al cabo, la hipócrita no duele a nadie salvo sí mismo. El puritano pegado mirando un vídeo pornográfico tiene, en el mismo acto en el que es puesto en evidencia, su castigo. Sin embargo, es verdad que a veces la hipócrita escandaliza y, por tanto, produce un mal a los demás. Éste es el caso de las personas de las que se espera un comportamiento ejemplar. Por eso la hipocresía más rechazable siempre ha sido la religiosa, a la que hoy podríamos añadir la de los políticos.
La filósofa norteamericana Judith Shklar trató sobre la hipocresía en su obra sobre los vicios ordinarios y explicaba que, para la mayoría de la gente, ésta es el pecado más grave: se puede perdonar al ladrón o al mentiroso, pero hay una resistencia a perdonar al hipócrita por toda la hipócrita.
Sin embargo, advierte Shklar que esta visión extrema de la hipocresía puede ser, a la larga, perniciosa. Exigir una excesiva ejemplaridad a las personas con relevancia pública bajo pena de ser acusadas de hipócritas, acaba convirtiendo su comportamiento privado en el aspecto central de su actividad, dejando de lado lo realmente importante. Esto se ve mucho en el ámbito político, donde hoy los debates se centran más en la descalificación personal y en cuestionar la integridad moral del rival que en las propuestas políticas concretas que éste hace. Ni que decir tiene que esto es un grave error. Un dirigente político será un buen gobernante o no según las decisiones que tome en el ejercicio de sus funciones, y poco influirá en ello el hecho de haber tenido un asunto sexual extramatrimonial o de vivir en un barrio esnob.
Esta clase de crítica es cada vez más común, en parte porque es más fácil desacreditar personalmente al rival que tener que estudiar su programa político y hacer contrapropuestas. Pero no es sólo un asunto de pereza. Desgraciadamente, tiene mucho que ver con lo que más llega a la gente. Es fácil aburrirse en el debate de los presupuestos en el parlamento, pero a todo el mundo le llama la atención un chisme y, una vez difundida, da pie a acusar al político de cualquier cosa, aunque se desconozca cuál es su responsabilidad. Esto no es nuevo. La política siempre ha tenido una vertiente emotiva que debe convivir con el discurso racional, pero hoy éste último cada vez parece más arrinconado.
Llevado a este extremo, puede acabar teniendo razón Shklar cuando afirma que cierta dosis de hipocresía no es mala. No es ni mucho menos evidente que eliminar la hipocresía y exigir una sinceridad total sea bueno. Que todo el mundo supiera qué piensa realmente el presidente de sus gobernados, el cura de los fieles o el maestro de los alumnos, no haría que su trabajo fuera mejor. ¿O es que cree alguien que mejoraría la convivencia familiar si los hijos supieran que piensan realmente los padres de cada uno de ellos?
Lo que interiormente pensamos de la gente y de las cosas pertenece a cada uno de nosotros y, en muchos aspectos, debe seguir siendo así. Siempre ocurrirá que se manifieste una inconsistencia entre lo que decimos y lo que hacemos, y seremos acusados de hipocresía. Tampoco ocurre nada. Si nos topamos con alguien que afirma ser tan íntegro para evitar este riesgo, podemos estar seguros de que, o nos miente, o estamos ante un fanático con mucha autoestima.