La complicidad de mostrarnos el higo
Por muchas veces que te hayas enfrentado a este proceso, siempre que vuelves parece la primera: te sientes torpe, desconcertada, demasiado inexperta


PalmaSegún se mire, ir a hacerte la cera constituye todo un ritual de complicidad entre mujeres. Nadie nos los ha enseñado, ni los hemos pactado, pero tenemos unos códigos, un lenguaje no verbal, que nos permite salir de ellos durante este trámite. Semanal, para algunas; mensual o, incluso, anual, para otros. En mi caso, el querer ponerme el bikini tranquila y dejarme estar de dolores de cabeza me conduce al menos una vez cada verano al Salón de estética Rosita y Carlos, donde la mayoría de chicas de Palma hemos terminado alguna vez, recomendadas por la amiga de una amiga de una amiga. De hecho, ni siquiera Clara Ingold es una excepción. La humorista menciona su propia experiencia en el citado Salón en su show Paloma de parque, donde hace una exposición exquisita de las modas de depilación púbica (y de cómo éstas consisten en, de cada vez, quitar más pelo).
La cuestión es que, por muchas veces que te hayas enfrentado a este proceso, siempre que vuelves parece la primera: te sientes torpe, desconcertada, demasiado inexperta. Todo comienza con una llamada: "Sí, quería pedir hora para depilarme la ingle". La respuesta ya te desorienta, dejándote en una situación de desventaja: "Vale, ¿cómo lo querrás: natural, completo, brasileño, caribeño…?". Como pedir que te cuenten, por teléfono, qué diferencias existen entre todo ese abanico de opciones –y porque todas tienen nombres tan tropicales– no te parece una buena idea, eliges la única que has conseguido retener o que, con suerte, te suena que ya habías elegido con anterioridad (sin recordar si fue una decisión acertada).
El día de la cita llega y comienza la experiencia catártica que, de repente, te hace tener los pies en el suelo. De fondo, suenan Los 40 Principales y de repente te hacen entrar en uno de los compartimentos en los que se divide el salón, unas cabinas separadas por una especie de biombos que dejan pasar al completo las conversaciones ajenas –incluida la tuya, así que prefieres callar y escuchar. Una mujer explica dónde irá de vacaciones, otra se queja del marido… todo mientras las dejan lisas como un delfín. Es como esperar a la pescadería, al paro del bus oa la consulta del médico, sólo que allí estás media desnuda boca arriba, intentando mantener la poca dignidad que te queda.
Existen pocos actos de más humildad que rendirte a esa camilla y al papel que la cubre, que dentro de cinco minutos estará todo apegado a tu espalda ya tu culo. "Ay, perdona, que hace mucho calor hoy", te excusarás después de levantarte, habiendo dejado todo un rodal impregnado de sudor. Ahora bien, todas sabemos que realmente es más culpa del mal trago que acabas de pasar, que no de la temperatura.
De entrada, si no eres de las asiduas, tendrás que enfrentarte a preguntas que suenan más a reproche que a duda, y que te recuerdan porque sólo vienes un par de picos al año: "¿Y que te depilas con hoja de afeitar?". No habéis empezado y ya sientes que lo has hecho todo mal. Sin embargo, esa mujer ya riza y espera que te acabes de mentalizar para embetumarte en una cera tan caliente que casi te anestesia. "Uno, dos, tres…". Zas, zas! Y, por si fuera poco: "Ahora levanta el culo y cógete las nalgas". Entonces, recuerdas la conversación telefónica y piensas "no, por favor, ¿qué opción había elegido?". Pero la actitud indiferente de la depiladora, que demuestra que es la enésima vez que le ve el higo a una mujer ese día, te hace confiar y decides vivir la experiencia hasta el final.
Al terminar, sales de allí aturdida por el escozor del alcohol de 90 grados y embriagada por los polos de talco que ahora reposan en tu ingle. Supongo que por eso nunca me había detenido a contemplar el gran gesto de intimidad que representa confiar a alguien tu recha del bikini.
No fue hasta que le relaté todo este proceso a mi chico que fui consciente de ello. "¿Y no te importa tener que desnudarte entera por eso?", me pidió. El hecho de que esto le pudiera parecer tan inverosímil me demostró la capacidad que podemos tener entre nosotros, las mujeres, de establecer vínculos de confianza sin siquiera conocer nuestros nombres. Nos bastan las palabras mínimas y unos pocos gestos para ponernos de manifiesto la levidad de cualquier situación, por incómoda que sea. Me imagino que es precisamente eso lo que consigue que –pese a todo– volvamos a repetir el mismo ritual cada verano.