Observatorio

Beethoven, en la mallorquina

El calificativo 'monumental' se ha convertido en prefijo de la Novena, por la sencilla razón de que se necesitan tanto un corazón como una orquesta lo suficientemente numerosos como para alcanzar esta gran cumbre musical

Mielgo, al frente de la Sinfónica y el Cor Studium. OSIB
12/12/2025
2 min

El patio de butacas del Auditorium del Paseo Marítimo estaba lleno hasta los topes para escuchar la teórica última sinfonía de Ludwig van Beethoven. Teórica, porque hubo una posterior, la décima, de la que tan sólo faltaba un movimiento. Tanto es así que día 7 de mayo de 1824, cuando se estrenó la Sinfonía núm. 9 op. 125, en re menor en el Kärntnertortheater de Viena, con el compositor presente y sobre el escenario —al que tuvieron que girar hacia el público para que disfrutase de la intensidad de los aplausos; si non è vero, è bien trovato—, también se interpretaron los tres movimientos que ya había concluido el genio de Bonn. Circunstancia anecdótica, ya que la Novena lo ha eclipsado todo. Sin duda y sin entrar en clasificaciones que parecerían deportivas, lo que está claro es que esa "última" es la más imponente de las ocho precedentes. El calificativo monumental se ha convertido en prefijo de la Novena, por la sencilla razón de que se necesitan tanto un corazón como una orquesta lo suficientemente numerosos como para alcanzar esta gran cumbre musical.

Programar la Novena tiene consecuencias y en esta ocasión no fue una excepción. El público respondió al grito de Freude de la única y mejor forma posible. La expectación era máxima ante ésta Novena en la mallorquina, con todo lo que esto implica, porque desde la orquesta, con Pablo Mielgo a la cabeza, hasta los cuatro solistas —la soprano Marta Bauzá, la mezzo Begoña Gómez, el tenor Joan Laínez y el bajo-barítono Sebastià Serra—, junto con el Cor Studium, bastante reforzado y dirigido por Carles Ponseti. Un reto y un acontecimiento a la vez, sobre todo si se tiene en cuenta que sesenta cantores nunca son suficientes para encarar a tan enorme criatura, como tampoco lo son casi setenta músicos para culminar una proeza con tantas dificultades y alambicadas características.

Se agradece el esfuerzo, pero además de valor, que está claro que está ahí, se necesitan muchos más efectivos. Aún así, fue una tarde memorable —aunque ahora no entraremos en cuántos y qué detalles—, la cual se inició con el adiós de Roberto Moragón después de cincuenta años como violinista de la Sinfónica desde que, a tan sólo catorce años, Julio Ribelles le diera su primera oportunidad. También hubo palabras de recuerdo y agradecimiento a Luis Remartínez. Qué maravillosa sensación, una despedida de tantos quilates.

Por otra parte, fue una velada con luces y sombras. Por ejemplo, el afán por parecer que eran muchos más mermaba claridad y calidad en la ejecución. Empezó con muchas y buenas expectativas y elAllegro maestoso hizo honor a su nombre y linaje. Cada vez costaba más. El scherzo del segundo movimiento, furioso, airado y colérico, lo fue mucho menos. Las consecuencias las pagó elAdagio. Molto y cantabile, que sonó plano. Quedaba la famosa reválida, laAllegro presto. Al anunciar los siete violonchelos y los seis contrabajos el "tema de la alegría" todo se puso en su sitio, con orden y concierto. Siete minutos después de esta sabrosa introducción, el barítono ordenó el cambio de tercio. Se acabaron el desánimo y la tristeza. Freude!, proclamó, y el corazón inició su intervención. Momento emocionante, pero ya no hubo más.

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