¿Quién me conoce mejor que mi jarrón en forma de lechuga?
Qué acto más íntimo –incluso, pornográfico–, éste de descubrir a una persona por sus objetos cotidianos; y que injusto, que una no pueda tener un set de caviar en una casa de ochenta metros sin que la juzguen de pretenciosa.
PalmaPor razones que no vienen a cuento, recientemente hemos tenido que vaciar la casa de una mujer que no conocíamos de nada. Un buen Jesús de porcelana a tamaño real, la colección entera de tazas de Forges, recuerdos de viajes –Dusseldorf, Ecuador, Israel–, discos de Julio Iglesias y vinilos de Marisol. Todo a nuestra discreción. Pequeños recortes de una vida que, mientras dura, creemos que le dan más sentido a quienes somos, que reafirman nuestra identidad, pero que –al final de todo– no se acaban con nosotros. Cuando todo ya ha pasado, estas piezas son sólo un pequeño testimonio de lo que fuimos, jugando a ser un puzle, resolviendo y creando enigmas.
Así que, a medida que vamos desescogiendo entre lo que es por tirar, lo que es por dar y lo que nos quedamos, me voy haciendo un retrato de cómo sería la propietaria de todos aquellos objetos. Cada cajón que abrimos es un pedazo más del mosaico que se va configurando en mi cabeza. Por las tres o cuatro colecciones de copas que nos encontramos, empiezo a deducir que se trataba de una mujer con gusto por el disfrute, algo hedonista (bien mirado, el tipo de señora en la que no me importaría convertirme). Intento que los pocos datos que tengo de ella no interfieran en mi imaginación. Pero ya sé que era soltera, y eso no hace más que alimentar el arquetipo en la que quiero encajarla. Me figuro que a ella –como a mí– le gustaba invitar a sus amigos y amigas a tomar unas copas en su casa, y estar hasta las tantas mirando por este gran vitral que tiene la sala, con unas vistas que también lo quieren todo: el mar, la ciudad y la montaña.
Seguro que había sido una mujer que no quería que le hicieran las cuentas, ni privarse de nada. Ella fumaba por todos los rincones de la casa: así la delatan los agujeros del sofá, el olor a bar con moqueta del siglo pasado y el color amarillento de cualquier superficie que se presumía blanca. Así la veo yo, con indulgencia y complicidad, mientras arrinconamos todas sus cosas sin demasiado miramiento, intentando pedirle perdón a cambio. Le gustaba tener cosas guapas, aunque fuera por el gusto de utilizarlas en las ocasiones especiales. Entre los pequeños tesoros que vamos encontrando en la casa se encuentra, por ejemplo, un lote para comer caviar. Uno de ellos consiste en una copa –donde poner el hielo picado– y otro recipiente para poner encima –donde se sirve el caviar–, una funcionalidad que yo misma aún desconocería si no fuera porque a mi suegra se lo sirvieron así, y de repente nos lo supo contar. Estas pequeñas excentricidades contrastan con los objetos más mundanos, como un sofá descolorido por el uso y el sol, una cama sin cabezal o el mueble romi del baño, que la revelan también como una persona de vida sencilla, que simplemente estiraba más el brazo que la manga. Y pienso en qué acto más íntimo –incluso, pornográfico–, éste de descubrir a una persona por sus objetos cotidianos; y que injusto, que una no pueda tener un set de caviar en una casa de ochenta metros sin que la juzguen de pretenciosa.
En cualquier caso, yo somos comprensiva. Me pido, de hecho, si quizás en otra vida no habríamos podido ser amigas. Ella pintaba de ser una mujer con obsesiones y contradicciones. No es que quiera alimentar el estereotipo de mujer que vive sola, pero su debilidad eran los objetos con dibujos de gatos (el colmo de los hallazgos es un plato en el que aparece la virgen María, con el buen Jesús, rodeada de felinos, sin rastro de san José). Por el contrario, entre su colección de casetes, también se encuentra una cinta con chistes de Arévalo, con algunos de sus grandes hits: 'chistas de mariquitas' y 'humor catalán'. Qué hacer, todas tenemos los nuestros guilty pleasures. Y quién sabe si esto no fue cosa de algún pretendiente, sabiéndose graciosísimo, pobrecito.
Me pido todo esto, estimulada por los pequeños ejercicios de invención de personajes que hace a menudo la periodista Lorena G. Maldonado en su Instagram. Mi imaginación está más en forma desde que la leo. Ella es brillante incluso en los textos que escribe a los stories. La simple foto de un grafito que dice "pajarraco"puede soltar su mente, fantaseando con el tipo de persona que debe haber detrás de alguien que decide escribir este insulto en una pared. Otras veces, si no, es la imagen de un señor con aires de Paco Umbral, merendando en la pastelería Mallorca de Madrid, la que desata su historia, haciendo la curiosidad.
Y después de todo, me hago una última pregunta: ¿con qué suposiciones llenarían mi identidad desconocida? ¿Quién imaginarían que somos, si tuvieran que vaciar mi casa? ¿muchos muebles?, ¿qué dirán de nosotros, nuestras casas, en un futuro: todas nórdicas, todas minimalistas, todas con la dosis exacta de color?.