09/08/2025
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Ir al palacio de Marivent –aquello edificio que debía pertenecer a los mallorquines, pero que sólo disfrutan los Borbones– es una aventura si el motivo de la visita es trabajar. He asistido a muchas reuniones entre el presidente del gobierno español y el jefe del Estado, y la situación es tan precaria como siempre. Los periodistas que cubrimos este encuentro en Marivent –con unas declaraciones posteriores que no destacan precisamente por su contenido– parecemos sospechosos de algún plan macabro para atentar contra la monarquía. Al llegar, nos registran, nos pasan por un escáner y nos envían los perros a oler todo lo que llevamos. Menos mal que los portátiles, bolígrafos y cuadernos todavía no se consideran objetos peligrosos, pero supongo que es cuestión de tiempo.

También tenemos un código de vestimenta, que se caracteriza por las diferencias entre sexos –machismo? Por supuesto que sí. Los hombres deben llevar americana, una prenda muy útil para hacer frente a la frescura de agosto y muy adecuada para cargar con los equipos de cámaras.

Como debemos llegar una hora antes de la convocatoria, nos sueltan a una explanada con un par de pinos, y nunca sabemos a qué hora podremos trabajar. Aprovechamos el rato para ponernos al día entre compañeros y el personal de la casa, que son lo mejor de todo, nos da un poco de agua y limonada con una sonrisa que es de agradecer. Tampoco hay ningún baño previsto para casos de necesidad, pero los camareros nos dejan utilizar el suyo muy amablemente. Hay que tener presente que a veces hemos esperado más de dos horas y, con tanto beber, las cosas se pueden complicar.

Cuando llega el presidente, todos subimos como rebaño a la puerta donde Felipe de Borbón le recibe. En el caso de Pedro Sánchez, suele hacerlo muy serio para dejar patente que quizá no sea su mejor amigo. Tras las fotos, volvemos a bajar como rebaño en la explanada inicial, donde se coloca el atril para el jefe del ejecutivo español. Toca volver a esperar un tiempo indefinido, mientras el sudor se cae por las piernas y la espalda y se te quitan las ganas de hablar con nadie.

No hay mesas, ni sillas, ni conexión a internet. Debemos sentarnos en el suelo para poder trabajar y estamos rodeados de personal de seguridad que nos mira mal. De hecho, existen más vigilantes que periodistas.

Cuando llega el presidente, sale del paso como puede, recurre a un argumentario sudado y vacío y se va. Entonces los vigilantes se encargan de echarte pronto. Cogemos el equipo como podemos y salimos del palacio mientras oímos los perros ladrar. Cuando la puerta se cierra, debemos distribuirnos por los bares de la zona para poder escribir algunas líneas sobre la nada. Al menos ellos ya se pueden quitar la americana, remangarse la camisa y respirar un poco.

Los parroquianos de los bares nos miran sin entender nada, mientras pegan un trago a una caña. ¿Qué hace este grupo de piratos mirando la pantalla de un portátil y escribiendo a toda velocidad?

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