
Aunque no hace mucho que irrumpió la inteligencia artificial en nuestras vidas, la impronta que empieza a tener en ella no deja de ganar envergadura. Hace poco más de un año intentaba interactuar para ver hasta qué punto era creativa o tenía buenas ideas a la hora de mejorar –o perfilar más estéticamente– una historia, y todo lo que me recetaba eran tópicos y salidas argumentales digamos de bajo vuelo. La verdad es que debe tener algún tipo de limitación no sólo creativa sino –lo diremos así– moral: nunca concibe que un personaje mate a otro, por ejemplo, o que pasen determinadas cosas que puedan atentar contra un sistema de valores quisquilloso y cobardemente cauteloso. Como si concebir 'malas ideas' pudiera ser socialmente perjudicial, aunque le especifiques que todo es ficción. Creativamente la máquina es muy buena para reproducir y falsear lo que existe, pero no para crear cosas nuevas. Es como aquellos cantantes –o humoristas– que salen por la televisión a imitar a otros, que lo pueden hacer bien y con buena voz, pero que después son incapaces de crear un estilo propio y no hablamos de componer una canción o inventar un buen chiste. Con el trabajo de los pintores y de los ilustradores se lo apropia con bastante acierto –la polémica se ha levantado cuando se ha ofrecido la opción de transformar cualquier imagen en un dibujo de Miyazaki, por ejemplo… A decir verdad, sin embargo, hay otras cosas que empieza a hacer y que son ponderables: le puedes dar un texto literario y que te- aparentemente– los méritos y los deméritos, aunque más que hacer crítica literaria útil y lúcida, se limita a apuntar a cuatro imponderables oa aconsejarte mejoras que no comprometen a nada. Es todavía un fatal profesor de escritura. Parece que funciona como ese manual mítico que se titulaba: Cómo hablar de libros que no se han leído, de Pierre Bayard.
Por eso habla con lo que conocemos como 'espectro de arco iris', o como los adivinadores y los tiradores de cartas, que parece que dan consejos o aciertan la vida de los demás sabiendo de qué hablan, pero sólo lo parece: lo que hacen es decir las cosas con tanta ambigüedad que todo el mundo puede sentirse. Es conocido como el efecto Barnum: generalizaciones, afirmaciones dobles, y, sobre todo, validación de quien escucha y pregunta, y todo ello aplicado a lo que escribimos, de tal modo que parece leerlo y encontrarlo –después de hacer ver que lo entiende– maravilloso.
La máquina es como si no leyera lo que escribimos sino lo que queríamos escribir, y te dice lo que queremos oír. Todo ello una estafa, y por eso no debe sorprendernos, pues, que se use sobre todo la IA para estafar: para crear perfiles de empresas y empresarios que no existen –con foto y biografía incluida–, que publicitan productos –piezas de ropa, sobre todo– que no existen, pero que vienen igualmente a través de perfiles en las redes. Miles de personas caen todos los días; más que IA deberíamos hablar de astucia artificial, pero puesta al servicio de las bajas pasiones de siempre.