25/10/2025
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A veces, las cosas importantes quedan reducidas a poco.

Volví a ser consciente de ello hace unas semanas, cuando de camino a la escuela con mi hijo, me crucé una madre con su bebé en brazos, dando vueltas en círculos alrededor del mismo portal –intuí que era su casa–, columpiando aquella criatura con una mezcla de dulzura y desesperación que conocía la mía: criatura y que se resista, con aquella mezcla igualmente profunda, a soltarse adentro.

Los niños son así. No saben dormirse solos, ni reconocer el sueño; paradójicamente, el sueño les da pasados ​​de vueltas, les provoca una hiperactividad delirante y estrábica; nunca tienen frío, nunca tienen sed y odian los cambios de estado: no querían ir al parque, pero ahora no quieren volver a casa; no querían bañarse, pero ahora no quieren salir del agua; no querían ponerse esos pantalones, pero ahora que has visto que no le conjuntan, no habrá forma de conseguir que acceda a ponerse otros.

Con el tiempo aprendes a convivir con el tipo de exasperación que sólo ellos son capaces de provocar. Nada me ha llevado tan al límite como mi hijo, nada me ha hecho sentir tan inútil, desarmado e incompetente, tan torpe y perdido.

Cuando supo que debía ser padre, uno de mis mejores amigos me dio un consejo que he recordado más de una vez: habrá un momento en el que quieras tirar a tu hijo por la ventana (o echarse tú, añadiría); no te sientas culpable (y no se lo eches, añadiría también).

Pero también tienen cosas buenas. De hecho, sobre todo cosas buenas. No hay nada como la carcajada de un hijo. No hay nada como verle crecer, convertirse en una persona, ver cómo, poco a poco, se deshace de ti y empieza a estar en el mundo haciendo su propia sombra y no debajo de la tuya.

Y, sobre todo, diría que no hay ninguna sensación comparable a la de ver cómo tu bebé cierra los ojos y se queda dormido, especialmente cuando hace horas y horas que lo intentas. No existe ninguna situación equiparable. El consuelo que sientes respirar profundamente y sabes que tu hijo descansa es uno de los sentimientos más intensos y agradecidos que he experimentado nunca, una especie de alivio único.

Mi hijo fue de los que no quieren perderse nada: hasta los tres años no durmió más de tres o cuatro horas seguidas y durante sus primeros años de vida lo habitual era pasar las noches yendo de una cama a otra, de una habitación a otra, del dormitorio en la sala mientras intentaba que alguien dormí.

Su madre pasaba la mayor parte de la noche con él. Yo, para que pudiera dormir un poco, me levantaba pronto algunas mañanas y salía a la calle con el cochecito ya dar vueltas y vueltas. Recuerdo manejar el cochecito hacia delante y hacia atrás cuando me detenía en algún semáforo, allí donde las baldosas tienen relieves circulares para que los ciegos sepan dónde detenerse: me detenía allí un buen rato, hacia adelante, hacia atrás, esperando a que sucediera el milagro.

Inevitablemente, el milagro llegaba.

Mi hijo cerraba los ojos.

Y yo sentía aquella paz, como si hubiera terminado una guerra o como si todas las piezas del rompecabezas que es el mundo de repente encajaran unas con otras. A veces, como he dicho, las cosas de verdad importantes son muy poca cosa: como las pipilas de un niño encerrándose.

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