A mí tampoco me gustaba Navidad hasta que no fuimos un matriarcado
Si consigo atisbar la memoria, puedo acceder a los fotogramas de aquellas cenas, opulentas, escandalosas, estereotipadas
PalmaDeseaba tanto tener una familia que se cuidara. Durante un tiempo, pensé, que se cuidaba. Y yo participaba de esa puesta en escena. Por la tarde de Nochebuena, convertía la sala de estar de cales padrinos en una imprenta que funcionaba a toda máquina. Postales, barquillos, el menú de la cena… El trabajo se me acumulaba y yo, mi pequeña propia cabeza, me agobiaba sola viendo cómo pasaban las horas y aún no había plastificado las felicitaciones o el pegamento que aferraba la purpurina no se había secado. Siempre he sido una muñeca ridículamente complaciente y aplicada, poco transgresora, pero muy procrastinadora. Llegaba la hora de sentarme a la mesa y yo me enfadaba porque nadie esperaba que yo colocara bajo el plato de cada uno de los comensales todo el material de papelería que había elaborado, con dedicatorias personalizadas para cada uno. Hasta que me cansé, o me hice mayor. No sé cuál de las dos cosas llegó antes.
Si consigo atisbar la memoria, puedo acceder a los fotogramas de aquellas cenas, opulentas, escandalosas, estereotipadas. "Belén, campanas de Belén" a todo trapo, que suene fuerte, tan fuerte que no sentimos nuestros remordimientos. Y una palangana enorme, directamente sacada del horno, con una porcelana brillante, haciendo aparición por la puerta de cristal del comedor. La lleva uno de mis tíos, irónicamente triunfal, y detrás –un poco más abajo, más pequeña– viene mi madrina, dispuesta a hacer los honores ya reservarme la coeta del animal para mí, que sabe que me gusta, crujiente y rizada. Ella sirve, nadie le espera, ya mí me extraña, porque mi padre siempre me dice que hay que esperar a todo el mundo antes de empezar a comer. Mis tíos tragan, se hacen vuelcas de tanto que quema la comida. Cuando los platos ya están medio vacíos mi madrina suya, bebe el vaso de agua que el médico le ha recomendado antes de todas las comidas para reducir el hambre y hartar antes, reza nuestro padre y empieza a cenar.
Lo tenemos todo: el concierto de Raphael de fondo, las copas de vino, las de cava, un primero, un segundo y todo el surtido de turrones, polvorones y bombones del Syp. Pero nadie se pide nada. Si acaso, se abuchearan algo o se hacen gracietas. Nunca se tienen conversaciones. Lo que sí se siente cada año es un "Estás amargada" o un "No fume dentro, haga el favor, que están los niños". No ven a Nadal como excusa para estar juntos. Estar juntos es la excusa para comer. Comer y comer hasta hacer un eructo y desbotonarse el pantalón. Hasta quedar tan llenos que no pueden revolverse de la silla en toda la noche. Y yo, cada vez más vacía. Cada año, mayor forma y menos contenido. Y eso que hacemos lo mismo –o más– que en el resto de casas. Las familias de mis amigas son más alternativas, y no van a performar tanto estas Navidades de El Corte Inglés. Al principio sentía lástima por ellas. Y, ahora, un poco por mí también. En mi casa nos contagiamos al teatro que dura estos 14 días. Nos autocomplacemos haciendo lo que creemos que hace todo el mundo. Así, ni siquiera nosotros mismos sospechamos que algo falla.
Pasa el tiempo. Me perros y me hago mayor. Y también vuelve una amargada. Porque la decadencia es antónimo de Navidad y sinónimo de mi familia. Porque son incompatibles, pero me decepcionarán por igual. Llego con recelo a la fecha. "Vamos para contentar la madrina. Cenamos y partimos hacia casa": es el pacto que firmamos mi madre y yo, cada pico, con el dedo ya puesto en el interfono, justo antes de picar, haciendo aún más dramática la irreversibilidad de la decisión. Ambas llegamos a la conclusión de que no nos gusta la Navidad. Metonimia. La parte por el todo. Yo todavía no sé qué parte es la que falla –beber, comida, regalos, familia, nosotros–; me resisto a aislar la x.
Pasa más tiempo. Me hago mayor y entiendo por qué era una amargada y porque ahora ya no. Mi madre nos pide a mi prima ya mí que nos vestimos de rojo para cenar en su casa la Nochebuena. Dice que quiere que nos hagamos las tres una foto familiar navideña. No la reconozco. Estoy a punto de pedirle que me muestre otro pico la cicatriz de la cesárea, como cuando lo hizo frente a la puerta de una discoteca para demostrar que era mi madre. Incluso lleva unos pendientes en forma de sombreros de papá Noel en miniatura, rojas y doradas. Mi prima y yo hacemos fotos de la mesa, que le ha quedado preciosa, toda decorada con velas y ramas de pino. Entre todas, cortamos el turrón, horneamos un queso camembert con tomates cereza y, de fondo, ponemos el disco de Rigoberta Bandini. Una a una, nos acercamos al árbol de Navidad para dejar nuestros regalos, que son muchos y pequeños. Porque son detalles, cosas precisas, lo que nos hace pensar unas en otras. Cenamos. Mi prima nos cuenta una historia que nunca acaba, como siempre. Reim. Mi madre dice que ya va gata con una copa de vino. Aun así, sacamos el cava y brindamos.