Higos de otro costal
Las palabras que nos ayudan a tener mundo están en las bibliotecas, esos espacios de penumbra que guardan el mundo


PalmaA veces, durante los meses de verano, las horas vienen grises, y me nublaron los atardeceres, me abocan a un desaguisado que va de yo al mundo, del mundo a yo. Del genocidio en Gaza, con las imágenes de la crueldad, del hambre, de la masacre, a la inquietud por la propia vida, a la pregunta incómoda "¿cuál es la forma ética de vivir cuando eres coetánea de un exterminio?", pero también a las preguntas pequeñas, casi inaudibles que ponen en juego mi singularidad, las que desconocen mi singularidad; tientas, sin la brújula prometida. En medio de esa niebla, encuentro la mano tendida de los libros. He abierto la primera página de La fragilidad del mundo, de Joan-Carles Mèlich, y he leído en silencio que el mundo no nos pertenece, que debemos aprender a vivir en la provisionalidad y en la incertidumbre.
No todo depende de nosotros ni podemos someter la vida a nuestros intereses, de hecho, dominamos poco, pero esta certeza nos pone la piel de gallina, nos hace enviar la saliva con dificultad. Existimos en un mundo frágil, somos más lo que nos pasa que lo que decidimos, no tenemos el timón de nuestras vidas ni hay sentido que nos resguarde. Vivimos, como anunció Rilke, siempre en despedida.
Es por eso que Mélich hace un llamamiento a educarnos en esta pobreza, en la imposibilidad de apropiarnos del mundo. Confronta el conocimiento y la sabiduría, defiende que vivimos en una época rica de conocimiento y pobre de sabiduría. El conocimiento quiere atrapar al mundo dentro de sus categorías, fórmulas, casillas, quiere domesticarlo. La sabiduría, sin embargo, claudica de las prisiones conceptuales y vive en la metáfora. Desde el cine, el arte, la música, la literatura, la filosofía… en sabiduría ilumina el mundo con una luz temblorosa, porque sabe que la ambigüedad y la incertidumbre son insalvables.
Ahora bien, reconocer la pobreza humana, de seres finitos que viven lanzados al mundo, no es un llamamiento a la indiferencia, es una defensa desesperada del mundo. No podemos ser Edipos que cumplen la profecía sin sospecharlo, es necesario conocer la historia que nos ha gestado. Vivimos en el imperio del dolor, debemos enfrentarnos al sufrimiento propio y al de los demás. El presente envuelve los gritos de horror con un espeso silencio, pero debemos desacostumbrarnos al silencio, encontrar las palabras. ¿Dónde están las palabras? ¿Dónde podemos ir a buscarlas? Mélich está convencido de que necesitaremos caminar muy lejos en el tiempo para ver claro.
Las palabras que nos ayudan a tener mundo (a llamar a las barbarias, a seguir suspirando por las maravillas) están en las bibliotecas, esos espacios de penumbra que guardan el mundo. ¿Por qué leer? ¿Por qué narrarlo? Ahora que el dolor es tan pujante, ahora que debemos pasar a la acción, hacer boicot, tomar las calles. Porque los libros no son higos de otro costal, no son el privilegio, la torre de marfil, el universo paralelo para huir de los infiernos propios. Los libros, llenos de las palabras que nos vienen de todas partes y de todos los tiempos, son de los pocos artefactos que nos permiten tener mundo a nosotros a los humanos.
Porque cuando las ondas vienen altas y somos incapaces de ver el faro, no hay fórmulas mágicas, no hay certezas, el conocimiento es impotente para dibujar salidas firmes, pero las palabras, que nos llegan como botellas remotas de otros mares, nos acompañan, nos permiten nos consuelan, nos recuerdan.