Nací en castellano, pero me escribo en catalán
Cuanto más charlaba el catalán, más acomplejada, torpe, incómoda, me sentía y, al mismo tiempo, más espacio ocupaba en mi vida, más vasos comunicantes llenaba y más enriquecía mi identidad


PalmaMi relación con el catalán no ha sido constante ni, mucho menos, monógama o exclusiva. En muchas ocasiones, le he traicionado e, incluso, le he tratado de segundo plato. No puedo decir que siempre haya sido consciente de ello, lo que también implica cierto grado de responsabilidad. Mi lengua materna –y la única que he empleado para socializar durante muchos años– ha sido el español. Esto podría atribuirse al hecho de que vengo de una familia semiforastera (por decirlo de algún modo), si nuestra realidad lingüística fuera otra y no tuviéramos que exigirnos unas excusas algo más contundentes. Con unos patriarcas mallorquines –de Portocristo, uno, y de Palma, el otro–, y unas matriarcas peninsulares –extremeña, una, y gallega, la otra–, tanto la familia de mi madre como la de mi padre tejieron la mayor parte de su universo en castellano.
No es con pesar sino con lástima que pienso que se rindieron de repente a la comodidad, a la falta de conflicto. Como los conocimientos de castellano de mis padrinos debieron ser superiores a los de catalán de mis madrinas, ésta fue la lengua que se antepuso, como el aceite sobre el agua, sin esfuerzo alguno. Con los años, he aprendido que éste es el riesgo que corres cuando lo dejas todo al azar. Y no es que mis padrinos abandonaran por completo su lengua materna para comunicarse con sus hijos e hijas. De hecho, gracias a ello todavía puedo encontrar espipeles de catalán en algunas conversaciones con mi padre. Él, que es aún más hispanohablante que yo, se muestra incapaz de encontrar una traducción esmerada a expresiones como "estar engalabernado" o "tener mala herida". Cuando le reconozco estas frases, me gusta pensar que esto es mi padrino, charlando a través de él. Como si ésta hubiera sido una forma más de dejarle su huella, de acompañarle, de estar presente por medio de sus palabras.
Pese a haber vivido y nombrado la mayor parte de mi vida –mi intimidad, mis emociones, mis sueños y preocupaciones– en castellano, también me pasa esto, que hay ciertas cosas que para mí sólo existen en catalán. 'Colpidor', 'pair', 'prenda', 'arrufar': son algunas de mis últimas búsquedas en el diccionario, palabras que amo porque dan nombre a detalles y matices precisos que merecen existir. Pero en mi caso el origen de estas huellas es otro. Cuando empecé a ser consciente de la diversidad de catalanes, en plural –del catalán de cada uno–, temí que el mío fuera demasiado acartonado, impostado, de libro de texto, porque aquí era donde yo lo había aprendido. Cuando empecé a charlarlo en ámbitos menos didácticos, más distendidos, dudé de mi acento, de mi dicción, de mi hablar de Palma. Cuanto más le charlaba, más acomplejada, torpe, incómoda, me sentía y, a la vez, más espacio ocupaba en mi vida, más vasos comunicantes llenaba y más enriquecía mi identidad. Esa lengua no se había convertido en parte de mí, sino que lo había sido siempre.
El catalán es la lengua de los recuerdos que tengo de mi padrino, aunque a él le llamaban Pepe. 'El abuelo Pepe'. "¿Me entiendes, niña?", solía decir, después de una más o menos fundamentada explicación.
El catalán es la lengua de los libros deEl barco de vapor, los primeros que me dieron una cata de la satisfacción que es tener una pequeña biblioteca en casa, y la que años más tarde me ha permitido descubrir a Antònia Vicens y Carme Riera. También es la lengua que me ha permitido ponerle palabras al amor, a través de las canciones de Ferran Palau, y la que me ha enseñado a jugar con ella, con las letras de Maria Hein y Fades. Y con la que he vivido historias que, sin ella, no tendrían el mismo sentido, como las de las películas El 47 y El maestro que prometió el mar.
El catalán es la lengua que me descubrió la amistad más pura, la de Anna; la que utilizo con María, aunque nos delatemos como castellanohablantes constantemente, y la que me unió a Bel ya Lluc.
El catalán es la lengua que me hizo querer a mis maestros: era lengua de Milagros, aunque con ella no hicieron falta palabras, porque me supo entender sólo a través de mis dibujos; de Queta, a la que regalé todo mi amor escribiendo cuentos que eran sólo para ella; y de Sebastià, que creía que nos enseñaba literatura universal cuando, en realidad, nos estaba desbloqueando una nueva manera de percibir el mundo.
El catalán es la lengua del único periodismo que he disfrutado de hacer, con la que me he atrevido a narrar cosas que dolían y cosas que hacían bien. Es la lengua con la que he empezado a escribirme a mí misma. Y esto me golpea.
El catalán es la lengua de la persona en la que me he convertido de los 20 a los 30. Y es la lengua con la que, quizás, algún día criaré a mis hijos. Es la lengua con la que no puedo dejar de narrar mi vida.