ARA Balears
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Los vuelos low cost son, hoy, una puerta de entrada y salida de repercusiones innegables para Baleares. Han dado a mucha gente la posibilidad de volar y han mejorado la conectividad de las Islas. Pero también son uno de los principales canales que alimentan la masificación turística que se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza colectivos más importantes de la sociedad isleña actual. La paradoja es más que evidente: nos quejamos de la llegada masiva de visitantes a través de estos vuelos, pero a la vez dependemos de ella para salir, para viajar y para sentirnos conectados.

Cuando termina la temporada, y con ella las compañías dan por liquidadas buena parte de estas rutas, aflora la queja recurrente de la falta de opciones y la dificultad –y el coste– de moverse desde Baleares. El low cost nos resulta molesto cuando llegan turistas, pero "necesario" si lo utilizamos nosotros. Esta contradicción merece una reflexión pausada, especialmente en un momento en el que el debate sobre los efectos del turismo y la emergencia climática está más vivo que nunca.

Las emisiones de CO₂ de la aviación se disparan año tras año, y cada vuelo barato tiene un coste ambiental real. Una isla, por definición vulnerable, es de las primeras que sufre el impacto del cambio climático. También es sintomático que, mientras se multiplican las protestas contra la saturación, vemos manifestaciones en el aeropuerto de Son Sant Joan contra las condiciones laborales de las compañías low cost: salarios bajos, jornadas intensas y precariedad. Nos indignamos ante esta realidad, pero seguimos comprando billetes a precios irrisorios.

La radiografía social es, sin embargo, aún más compleja. Alrededor de un 30% de las familias de Baleares no viaja ni una vez al año porque no puede permitírselo. El resto, en cambio, aprovecha cada rendija de descuento para escapar, a menudo para desconectar de una realidad marcada por la precariedad laboral y la vivienda impagable. Muchos jóvenes, sabiendo que difícilmente podrán acceder a una casa o proyectar un futuro estable, encuentran en el viaje el único lujo posible. Y hay quien utiliza un vuelo barato para ir a cenar o de compras doquier, como si fuera un taxi con alas.

No podemos –ni queremos– demonizar el viaje. Viajar es formativo, expansivo, culturalmente enriquecedor. Pero tampoco podemos ignorar que la suma de desmanes individuales acaba generando un problema colectivo.

La moderación no debe entenderse como renuncia sino como responsabilidad. Y la responsabilidad, en tiempos de crisis climática y saturación turística, debe ser compartida por administraciones, compañías y ciudadanía. Si queremos un futuro habitable, es necesario asumir que la comodidad low cost tiene un precio que, tarde o temprano, alguien paga: el territorio, los trabajadores, el clima, en definitiva, a pesar de todo el mundo.

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