29/07/2025
3 min

Volvemos a estar en verano, a las puertas de agosto vuelve a ser EiMA. El festival de artes escénicas que hace 10 años que Maria Antònia Oliver y un maravilloso equipo de personas hacen posible a Maria de la Salut. La esencia: cultura y ruralidad, puesto en cuestión, observado, intervenido, engordado desde la sinceridad, el compromiso firme, la honestidad, la indagación colectiva, la escucha, la radicalidad, la provocación y asumiendo el riesgo que todo esto conlleva en el mundo y los tiempos que vivimos.

Una propuesta que, si le dejas, te atraviesa y te cuestiona, te incomoda si es necesario, y te transforma cómo transforma la mirada en el territorio desde los cuerpos que la habitamos, a veces desconectados, desubicados, sin tocar con los pies en el suelo, sin asumir la materialidad, la tierra.

Este miércoles por la noche, EiMA nos hacía una propuesta: un espacio para la conversación, una velada sin tiempo de relojes, desde la sencillez de compartir un espacio alrededor de una mesa, que se alimentaba de los testigos, las experiencias, las inquietudes y las vivencias de las personas que desde diferentes rincones y desde las rincones vínculo con la tierra, desde los recuerdos, desde los anhelos– fueron invitados o se sintieron llamados por la propuesta: "Hacer vida: conversación entre cuerpos que cultivan" fue sobre todo una velada compartida al aire libre. En Deulosal, donde casi todo EiMA materializa su propuesta, año tras año. Un campo silencioso, quieto y hermoso que cada año nos acoge, lejos de la vorágine de la Mallorca enloquecida de la embestida turística. Un rincón, un refugio, un recuerdo, una posibilidad. Lejos de romantizaciones, embestimos una conversación en torno a los porqués esenciales: qué mueve a seguir trabajando la tierra, y los cuerpos desde la tierra, que es lo que sostiene cuando el mundo de alrededor parece querer arrasar las pocas vidas que se le resisten, como se resiste desde los espacios y proyectos pequeños, desde las vidas particulares, desde los vínculos particulares, desde los vínculos comunitarios.

Una conversación, donde partiendo de historias compartidas, conocimientos y coincidencias, salieron los orígenes de la vinculación al campo, a la tierra, al territorio, y una larga conversación sobre lo que nos hace quedar y resistir, sobre el placer, la coherencia, el gusto de mantenerlo en medio de todas las dificultades, sobre la fuerza y sobre la fuerza mil y una dificultades, sobre las rabias contenidas y las expresadas, las que nos movilizan y nos hacen seguir, sobre la inteligencia colectiva que responde a lo que la individualidad sola no puede enfrentar, sobre los valores, los lazos. Sobre el trabajo, el esfuerzo, el compromiso y la fidelidad, sobre todo a uno mismo, que son el porqué de tu determinación en continuar, en embestir, en no soltar. Sobre el disfrute y el sentido que esto da a la vida, a pesar del no reconocimiento y la desvalorización por parte de un mundo en el que lo verdaderamente esencial, lo que verdaderamente nos alimenta, cuerpo y alma es relegado a los márgenes. Sobre cómo desde estos márgenes es de dónde sale todo el potencial para poder volver a embestir.

Y después de todo, ¿cuál sería la cuestión? Retornar, reconducir, reconquistar, reproducir, revivir, resistir, reanudar, reintroducir, repensar, revertir, revivir, pervivir... Sembrar, recoger, germinar, cultivar, arraigar, florecer, injertar… Seguramente todas estas palabras, y además, podrían escribir el relato común de la fuerza de la conexión, la tierra que nos sostiene, el relato que explica el porqué más esencial, lo que alimenta la esperanza, la posibilidad, el deseo y la certeza de que todavía no estamos perdidos del todo, a pesar de la barbarie que nos rodea.

Estos encuentros efímeros, pero lentos, son también una manera de ser, de hacer comunidad, de reconocernos y recordarnos por qué continuamos. Son actos de resistencia poética y política, espacios en los que la palabra vuelve a tener peso, el tiempo se dilata y donde la cultura deja de ser espectáculo para volverse raíz, conexión, necesidad vital. Quizás es aquí donde radica la fuerza más revolucionaria de EiMA: al hacer del gesto artístico una herramienta de transformación, al proponer que el arte no sólo se mire, sino que se habite, se encarne en otros cuerpos, se hunda en la tierra y brote en forma de vínculo, de reflexión y de vida compartida. Así, EiMA no es sólo un festival: es una forma de mirar y de estar en el mundo. Y esto, hoy, es más necesario que nunca.

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