Suelo rústico
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PalmaEl Gobierno de Marga Prohens se prepara para llevar al Parlament una nueva ley agraria que, bajo el paraguas de la modernización y la diversificación, abre una nueva etapa en la relación entre el campo y el turismo. Si se aprueba, la norma permitirá que todas las explotaciones agrarias –gestionadas por alguien con carné de agricultor– puedan ofrecer hasta diez agroestadas. La izquierda ya había autorizado seis, pero el salto cuantitativo y cualitativo es ahora más profundo, porque no se trata sólo de turismo rural: la ley también facilitará la construcción de naves agrícolas, algunas vinculadas a actividades turísticas o complementarias, y la instalación más amplia de placas solares en el suelo rústico.

El campo, un territorio ya debilitado por el abandono y la presión urbanística, abre aún más la puerta a negocios que en principio no le eran propios. Y ahí está el peligro. Lo que se presenta como una oportunidad para diversificar ingresos puede acabar siendo la estocada definitiva en forávila, en su función productiva y en la ya tan escasa soberanía alimentaria. El paisaje agrario balear, que lleva décadas luchando por mantenerse vivo, corre el riesgo de convertirse más aún y definitivamente en un decorado, un espacio de experiencias, de alojamientos y de actividades para visitantes, más que territorio para el campesinado.

El campo ya se ha chaletizado lo suficiente. Casas diseminadas, muchas segundas residencias, a menudo desocupadas, han ido colonizando el paisaje rural. Ahora se sumarán las nuevas naves agrícolas, más instalaciones fotovoltaicas y la proliferación de establecimientos turísticos disfrazados de actividades agrarias. Basta de bodegas que esconden tras la copa de vino un negocio lúdico o de estancias rurales que poco tienen que ver con el campesinado.

Que el campo se aferre al turismo para sobrevivir es el síntoma de un fracaso colectivo: político, porque las instituciones no han sabido construir un modelo agrario sostenible ni rentable; y social, porque la ciudadanía ha renunciado a dar soporte real al producto local. Durante la pandemia todo el mundo alababa el Km0 y la venta directa, pero en tiempos de normalidad hemos vuelto a mirar hacia otro lado.

Turistizar el campo no es salvarlo. Es convertirlo en una extensión más del monocultivo económico que todo lo devora. Las consecuencias serán las de siempre: mayor presión sobre el agua, mayor tráfico por carreteras ya saturadas, mayor masificación y menor autenticidad. En nombre de la competitividad se desfigura lo que se dice querer proteger.

La nueva ley agraria no debería ser un nuevo capítulo de la misma historia –la del campo al servicio del turismo–, sino una oportunidad para repensar la relación con la tierra, con quien la trabaja y con el territorio que nos alimenta. Si no lo hacemos, seremos testigos del fin del campo tal y como lo hemos conocido.

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