
Esta semana ha habido una noticia muy inquietante, de la que no sé si se ha hablado demasiado. La urna funeraria del periodista Joan de Sagarra fue hallada en los encantos de Barcelona, en compañía de multitud de bagatelas y bibelotes baratos, el tipo de trastos que habitualmente acaban en los mercados de segunda mano, y que a menudo han surgido de un contenedor o de vaciar un piso a vender.
Hay empresas que se encargan precisamente de eso, de vaciar pisos; los herederos de una vivienda que hasta hace poco estaba habitada, muy posiblemente por una persona mayor, se la encuentran llena de los recuerdos, de ropa, de los libros, de los objetos que han rodeado hasta hace poco la vida de un familiar, que acaba de dejarlos. ¿Qué hacer de todo esto? Estas empresas se lo llevan todo; muebles, ropa, vasijas de cocina, y vuelven a venderlo, o lo tiran si no es de mucha utilidad. Con los libros a menudo ocurre esto: encuentro a cientos, a menudo, junto al contenedor del papel, y la gente los coge y se los lleva a su casa, o hay herederos que los llevan a vender de segunda mano; hay algunos libreros que se muestran interesados (nunca si son ediciones baratas y feas de libros olvidados; siempre cuando pueden ser ediciones bonitas de obras de valía, por la que hay demanda, ahora también gracias a las tiendas online, donde todo va cazado). En el mercado de Sant Antoni de Barcelona estaba la biblioteca entera de un célebre filósofo barcelonés (Eugeni Trias), llegada allí vaya a saber cómo. Y ahora las cenizas –sólo su urna, parece– de un periodista de renombre, un cronista muy leído y aplaudido, hijo, además, de uno de los mitos de la literatura catalana moderna. ¿Por qué? ¿Cómo? Qué grave, qué desbarajuste y qué pena.
Y esto me lleva a pensar en todo lo que dejamos atrás al morir. El cuerpo todavía es el más pequeño de los 'despojos' que permanecen allí, quietas, porque cada persona, en el fondo, lleva tras de sí todo un camión de mudanzas. Está la ropa inútil, sí, y los electrodomésticos, y los recuerdos, y si es un escritor, todos sus cuadernos, papeles inéditos, libros propios, ediciones de los demás, a menudo firmadas. Muebles. Recuerdos de recuerdos, fotos. Todo lo que tiene cada cosa de historia personal se pierde ya para siempre, o bien queda en manos de unos herederos que no quieren, o que, legítimamente, no pueden más que sentirlo como una carga pesada, un quebradero de cabeza (a menudo rodeado de impuestos o de deudas). Es como si la muerte revelara aún más la ingratitud de los demás, o su desinterés frío, o que, como decía aquel sepulturero de una novela de JP Donleavy: "La muerte sólo es un momento en la vida de los demás".
Sea como fuere, la muerte es demasiado reveladora, apocalíptica en un sentido etimológico. Lo deja todo al descubierto. Que fallan demasiadas cosas en el ámbito colectivo y familiar, o que estamos convirtiendo la vida en una avería crónica, que la muerte sólo viene a descongestionar. "Vivimos entre la ilusión y la obviedad", dice un personaje de mi última novela. Me atrevería a recomendarla a todo el mundo si no fuera demasiado atrevido.