La tele que quiere Trump


PalmaEn la cuarta temporada de Hacks, la veterana cómica Deborah Vance se enfrenta a la cancelación del late night que le ha costado toda una vida conseguir. Los directivos no están dispuestos a asumir el riesgo de que alguien piense demasiado después de las carcajadas. La sátira sigue siendo una amenaza y hoy la trama de ficción emerge como una premonición tras los despidos de Jimmy Kimmel y Stephen Colbert, dos de los cómics más famosos de Estados Unidos. De forma más o menos velada, la administración Trump está detrás de estos movimientos. El presidente se ha elogiado públicamente de la caída de ambos. Especialmente, de Kimmel, por un chiste sobre Charlie Kirk, el activista de extrema derecha asesinado recientemente.
Los late night son espacios de entretenimiento muy críticos con la figura y gestión del presidente. Trump ya ha advertido de que Jimmy Fallon y Seth Meyers serán "los siguientes". Acostumbrado a insultar a los presentadores, esta vez sus declaraciones tienen un tono más de vendetta personal.
Trump, que construyó gran parte de su imagen pública en televisión y en los márgenes entre el entretenimiento y la política, no soporta ser objeto de chistes. En su imaginario, la libertad de expresión es válida siempre que le aplaudan. Pero cuando el humor señala su megalomanía, contradicciones o causas judiciales, entonces se convierte en un ataque "injusto" y "antipatriótico". Es el mismo mecanismo que denuncia Hacks: el poder que no tolera la sátira porque teme perder el control del relato.
Por supuesto, el expresidente niega tener ninguna responsabilidad en los despidos. Solo los celebra. Solo señala. Sólo enumera públicamente a los cómics que no le gustan como quien elabora una lista negra en horario estelar. Si las consecuencias llegan después, siempre será pura coincidencia.
Pero conviene recordar algo esencial: cuando la comedia se convierte en un riesgo laboral, el problema no es la comedia, sino el clima político que le rodea. La sátira cumple una función democrática insustituible. Y el intento de silenciarla –aunque se disfrace de represalia personal o venganza mediática– debería preocuparnos a todos.
En definitiva, si la risa molesta al poder, quizá el problema no sea el chiste sino el poder en sí.