Recuperar la ilusión
Ya sabemos que no está el mundo para echar cohetes, sobre todo para aquellas personas que mantenemos la fe en una sociedad y un planeta mejor que los que tenemos. El sentido general es el de esperar, en el mejor de los casos, que las cosas no empeoren: en materia de desigualdades, laboral, de vivienda… de gobernabilidad del planeta, de salud mental... El último episodio, estos días de ambiente navideño, el desalojo forzado impulsado por Albiol en Badalona. Un desalojo inhumano –como los vividos aquí también, en Can Rova, en Ibiza, de personas, muchas de ellas con trabajo, pero sin posibilidad de permitirse pagar un techo a causa de la 'libertad' de mercado.
Este desalojo, y las manifestaciones posteriores, han puesto en evidencia el lado más oscuro del proceso de deshumanización de los 'otros': la pérdida de nuestra propia humanidad. Paradójicamente, en nombre de unos presuntos valores cristianos y occidentales, algunos vecinos intoxicados por el discurso de odio de la extrema derecha incluso han impedido a entidades como Cruz Roja y Cáritas desempeñar su labor humanitaria, y que la parroquia de la Virgen de Montserrat sirviera de refugio a las personas más vulnerables. ¿Serán los mismos que desearán paz y amor a los suyos aprovechando las comidas y cenas navideñas? ¿Los mismos que defienden los valores cristianos frente a los de otras religiones? Pues probablemente sí, porque uno de los triunfos del neoliberalismo tecnofeudal es la desconexión mental que practicamos entre lo que pensamos y lo que hacemos. No se trata de culpa, pero sí de coherencia y de responsabilidad para con los demás, porque nadie debería desear a otra persona que duerma al raso, ni creer que alguien se lo merece. Somos seres sentipensantes, nos recordaba Fals Borda, y con esta forma de asumirnos (más allá de una racionalidad abstracta, capaz de reducir a las personas a cifras y el sentido común, a un cierto utilitarismo) es que debemos estar y estar en el mundo.
Los resultados de las elecciones en Extremadura, una de las comunidades más empobrecidas del Estado, no es tampoco de lo más alentador. A quienes constatamos que las clases sociales existen nos cuesta entender que las clases populares voten señoritos. Si bien el desgaste de las izquierdas era previsible, lo más difícil de digerir es el crecimiento de una derecha y una extrema derecha cada vez más indistinguibles… Pronto los extremeños probarán con arrepentimiento un gobierno de coalición con menos resistencias que las izquierdas para juntarse, y que sin miramientos seguirá el rastro de la agenda neoconservadora global. Y quizá éste sea uno de los principales hándicaps de aquellos que desde el progresismo quieren erigirse en alternativas de gobierno: confundir el estado del bienestar y la democracia formal con lo que la gente quiere, aunque esto ya no permita sostener un mínimo proyecto vital.
Lo subrayaba sin miramientos hace unos días el sociólogo Manel Castells a una entrevista en el diario El País que sinceramente me impactó: la democracia sólo existe en nuestras cabezas. Y si la gente deja de creer en las instituciones del sistema y en que éste sea útil para mejorar las vidas de la mayoría, pues estamos bien arreglados… Y éste es el tema: cuanto más antisistema, antiinstituciones y antipolítica es el partido, mejor resultado saca, en este contexto.
Reconectar las instituciones políticas con los problemas sociales más llamativos (vivienda, trabajo digno, etc.) no es tarea fácil, pero sobre todo no podemos reducirla a una simple batalla discursiva, otro gran error de las izquierdas. ¿Es al mismo tiempo una batalla por una nueva hegemonía cultural de las clases populares (qué somos capaces de ofrecer ante el objetivo vital de toda una generación que desde la precariedad más absoluta aspira a ser millonaria?) y por la transformación de estructuras a partir de los pocos espacios que nos quedan (cada institución, cada política, para qué cambio). Demostrar que a pesar del viento en contra, se pueden hacer cosas guapísimas (como nos enseña la economía social cada día con sus prácticas) desde los márgenes. Que estas cosas generan bienestar real, tangible y que estas transformaciones y parte del bienestar generado tienen que ver con otro reto vital: reconstruir los vínculos sociales destruidos por el capitalismo cultural y rematados por las nuevas dependencias generadas por el tecnofeudalismo.
Es cierto que 2025 nos ha dejado quizá demasiados inputs que refuerzan un cierto pesimismo de época. Pero también nos permite vislumbrar las pistas que nos pueden recuperar la esperanza, la ilusión que sirve de combustible para cualquier proyecto transformador… Por cada Trump, un Mamdani; por cada Albiol, decenas de vecinas hospitalarias; por cada Abascal, miles de historias que nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos; por cada Netanyahu, una 'flotilla' cargada de solidaridad; por cada palabra de odio, una de amor. Porque de eso iba la cosa estos días, aparte de consumir, ¿no?