26/08/2025
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Estos días, mientras el humo de los grandes incendios que devastan diferentes territorios de España nos inquieta, hemos visto también el fuego afectando de nuevo a la Albufera. Esto, después de unas semanas en las que una canícula permanente parecía asfixiarnos y en la que la isla hierve de gente y de malestares. Los incendios se convierten en la metáfora del presente que nos toca vivir. Todo arde, no en vano hace tiempo que jugamos con gasolina ignorando las consecuencias cada vez más explícitas, violentas, evidentes y cercanas del desastre que hemos provocado, con unos desequilibrios ecológicos irreversibles y unas desigualdades sociales crecientes a todos los niveles, locales y también en el mundo global.

Y, por desgracia, es probable que la situación no haga sino empeorar. Porque a pesar de las múltiples evidencias de la raíz única de todos estos problemas, se siguen abordando soluciones superficiales, puntuales, buscando culpables (siempre a los demás), pegando pedradas hacia delante, sin atender la razón última de todo ello, y aprovechando para expandir fronteras de mercantilización a expensas de las desgracias humanas y materiales, que en las desgracias humanas y materiales, que en para justificar las peores políticas de expolio territorial, social y recursos naturales.

Todo arde: el territorio, el clima, el mar, las fronteras, el odio y la desesperación. Somos muchos los que creemos que apagar estos fuegos sólo es y será posible si cambiamos radicalmente de mirada y práctica. Siempre habrá incendiarios, pirómanos, suicidas y psicópatas, pero estoy convencida de que cada vez más gente se da cuenta de la necesidad última de virar radicalmente de rumbo. De volver a poner en valor lo que esencialmente sostiene la vida –entendiendo la vida como el concepto ampliado que nos implica a nosotros como seres humanos y al mismo tiempo también la vida no humana, la de los ecosistemas que nos sostienen, y la no material, los vínculos, el apoyo mutuo, las complicidades.

Cada vez se generan más espacios de confluencia de luchas y miradas colectivas con un fuerte planteamiento ecosocial. Tanto en pequeños grupos, espacios y comunidades, como también en convocatorias más amplias que expanden y desbordan fronteras y marcos tanto de acción política como de acción territorial, para poner en el centro lo común de defender la vida digna en unos contextos de necesidad urgente de regenerar, restablecer equilibrios dañados o aprender a bailar colectivamente los desequilibrios que ya son colapso.

Asumiendo los horizontes de escasez desde la responsabilidad compartida, enfocando hacia el decrecimiento y la redistribución desde la mirada colectiva. Espacios como las jornadas vivenciales de la Garma (en Cantabria), la convocatoria de Sobremesa, la iniciativa de Revueltas de la Tierra, las escuelas de verano formativas de colectivos anticapitalistas y de los sindicatos de base, los colectivos que trabajan la acción social transformadora, o los que tejen complicidades en el seno de la coordinación Bala. Iniciativas culturales críticas que nos ayudan a cuestionar, arraigar y expandir nuestras fronteras creativas con otros lenguajes, desde otras miradas, frescas e inspiradoras.

Y también, evidentemente, los encuentros populares en la calle, las marchas solidarias por Gaza que llenaron Mallorca, las conversaciones al aire libre, los miércoles en la rebanada que han ocupado plazas en verano a propuesta de Zumbido, las mil y una iniciativas de barrio y las que se gestan en asambleas, en gestas en asambleas, de verano. Espacios que ponen en evidencia que, más allá de la narrativa de la impotencia, existe una pulsión colectiva que resiste y que quiere construir.

Aire fresco, todo ello, en un mundo que tiende a rodearnos, separarnos y asfixiarnos. Espacios políticos todos, desde los que subvertir y recuperar los vínculos como herramienta colectiva para la justicia. Refugios desde los que emerger para hacer frente al odio, expolio, injusticia y suicidio ecológico que algunos quieren que tomemos por normalidad. Una normalidad que nos quema por dentro y contra la que nos rebelamos juntas. Siempre juntas. Solas, nunca.

Así, la resistencia debe ser también un fuego, pero de otro tipo: el fuego de la solidaridad, de la conciencia crítica, de la defensa radical de la vida. Un fuego que enciende esperanza, que calienta comunidades y que aleja la frialdad del individualismo. Un fuego que no arrasa sino que alumbra caminos, que no consume sino que convoca. Un fuego que nos recuerda que la vida sólo puede ser digna cuando es compartida, y que la única manera de vivir en tiempo de colapso es hacerlo colectivamente, con coraje, con alegría y con la tenacidad de aquellas que sabemos que, a pesar de todo, todavía estamos a tiempo. Cuando decimos que todo arde, no lo hacemos para sembrar miedo, sino para señalar que el fuego puede ser también una oportunidad: la de incendiar la vieja normalidad y abrir paso a una vida nueva, más justa y más libre.

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