En sólo 67 metros de distancia, Florencia nos muestra una realidad que en Baleares –y en muchos otros lugares– podemos reconocer. Los separan apenas tres minutos a pie. Por un lado, la Galleria de l'Accademia, con David de Miquel Àngel, es un escenario de fama y expectación, con colas de escándalo delimitadas en pasillos y controles que regulan el flujo masivo de visitantes, mucho ruido. Por otro, el convento de San Marco, con sus celdas pintadas por fray Angelico, parece esconderse del mundo, discreto y silencioso, como si esperaras sólo a aquellos que saben mirar sin prisas. En esta proximidad tan literal, se nos da una lección inesperada sobre cómo percibimos y tratamos la belleza: lo que es famoso llamamiento, pero lo discreto puede ofrecer una gran experiencia.

En la Accademia, cuando después de pasar todo el suplicio fuera y sortear a cientos de personas dentro finalmente llegas ante David, lo ves de lejos y entre el ruido y la multitud. Pero lo que más sorprende no es su grandiosidad, sino la distancia emocional que impone la masificación. La gente no mira a David: se planta delante para mirarse a sí misma, para hacerse un selfie, como si la pieza de Miguel Ángel fuera sólo un marco monumental para el propio ego.

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Mientras tanto, a pocos metros, San Marco se mantiene casi desierto. La entrada es modestamente señalizada, el ambiente es de calma conventual y las pinturas de fray Angelico se ofrecen con la serenidad que merecen. Puedes contemplar la anunciación casi sola, y darte cuenta de la profundidad de cada trazo y de cada color sin que nadie te empuje ni te interrumpa. Aquí, contemplar la obra es posible; aquí, el arte no es un pretexto para mostrarse en Instagram.

Pero este contraste no está sólo en Florencia, es un reflejo de lo que ocurre en todo el mundo, incluidos los espacios más nuestros: playas, monumentos, negocios locales y balcones para observar la puesta de sol. No lo hacemos bien: lo que se hace famoso se llena rápidamente de gente, de guías, de autobuses y de fotos, fotos y más fotos. La masificación nos lleva a una percepción superficial de la belleza, donde lo importante no es el lugar ni la obra sino su capacidad de ser testigo de nuestra presencia. No sabemos mirar ni amar lo que tenemos delante. Y así llegamos a vivir una paradoja: para proteger la belleza, a menudo lo mejor es callar su existencia. "No digas dónde está", "no digas nada". Si los sitios no son conocidos, si no se convierten en iconos masificados, puede que podamos recuperar su esencia. Quizás, sólo quizás, podremos volver a mirar, no a fotografiarnos.

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Florencia nos habla de todo esto con una claridad cruda: la viralidad es enemiga del arte y de todo lo bello. Seguramente, como sociedad todavía no hemos aprendido a amar lo que tenemos sin consumirlo rápidamente. Y mientras seguimos haciendo colas y selfios, David será majestuoso –ponga el Caló del Moro con los adjetivos que le corresponden–, pero se nos escapará lo que realmente importa: la posibilidad de sentir su presencia y no la nuestra.