Los países y los aeropuertos

Una de las buenas noticias del verano, que hay una, ha sido que sólo en un par de días el GOB ha logrado recaudar con creces el dinero que necesitaba para hacer frente a los costes judiciales del recurso que interpuso en el 2020 contra la ampliación del ínclito y nunca bien ponderado aeropuerto de Son Sant Joan.
Sin embargo, la mala noticia es que el GOB haya perdido el recurso en cuestión, porque el TSJIB haya desestimado la argumentación medioambiental y haya dado la razón a Aena, que es quien ha perpetrado impunemente la enésima ampliación. En cualquier caso, la peor noticia –claramente catastrófica– es la ampliación misma de una infraestructura que condiciona dramáticamente nuestro modelo de país y sobre la que nada podemos decidir absolutamente.
En esto estamos por el estilo de que Barcelona, con un aeropuerto también importantísimo –el 52% de los beneficios anuales de Aena en todo el Estado– y en permanente controversia por los proyectos de ampliación y por su impacto sobre la prefiguración del país.
La confrontación con el gigante aeroportuario –1.934 millones de euros de beneficios en el 2024– es absolutamente desigual y está siempre rodeada de un sospechoso secretismo –los últimos datos especificados por territorios son del 2014–, que Aena practica sin reparos: "Aena no desglosa sus datos por aeropuertos". Y tan anchos.
Efectivamente, el funcionamiento de Aena es una especie de cuarto misterio de Fátima. Por eso conviene recordar una vez más que se trata de una empresa con el 51% de accionariado público y con cotización en bolsa desde 2015, pero que parece siempre fuera de la lógica del servicio público y del control institucional. Hacen y deshacen en su bola sin rendir cuentas, pero, eso sí, repartiendo dividendos entre los auténticos "propietarios" (el otro 49% del accionariado).
Y si planteamos la cuestión en términos de descentralización, se llega al paroxismo. Tanto es así que seguramente podríamos acabar detectando en algunas de las instituciones españolas más rancias –el Casal Borbó-Rocasolano, la Guardia Civil, la Agencia Tributaria...– con mayor flexibilidad y empatía por la diversidad territorial, que la que demuestra la jacobina Aena año tras año.
El hecho es inexplicable. Barcelona y Palma, dos aeropuertos importantísimos –55 y 33 millones de pasajeros anuales respectivamente–, con tan significativo impacto sobre la evolución económica, social y cultural de sus áreas, son una especie de entes autónomos que rigen nuestros destinos al margen de instituciones y representantes legítimos, sin un mínimo de transparencia, en régimen de monopolio y dirigidos. Unos microcosmos ultracapitalistas incrustados en el corazón del país y regidos por objetivos y principios no planificados por la sociedad ni auditados por las instituciones.
Con todo el respeto por las chapuzas de Ricarda, lo cierto es que, pobres, nos han hecho perder un poco la verdadera dimensión del problema de la ampliación del aeropuerto de El Prat, que va más allá de la protección de una zona húmeda concreta y que en realidad conecta –o debería conectar– con una determinada visión de país. Éste es el tema. Esto no va de una colonia de patos, ya me perdonará. Esto va de cambio climático, de modelo energético, de movilidad sostenible, de equilibrio territorial, de corregir la masificación, de priorizar a los residentes por encima de los visitantes, de reflexionar sobre el modelo low que nos ha llevado hasta aquí... Y, como dice Toni Soler, no sólo porque los turistas sean una molestia, sino porque el turismo desbocado revienta el mercado de la vivienda, destruye la personalidad del territorio y nos convierte en un país "de bajos sueldos, precios disparados y un tejido ciudadano cada vez más débil".
Por no hablar de la vulnerabilidad del sistema, que necesita alimentarse de millones de pasajeros low cost y que se basa en la fe temeraria, en una premisa errónea: las reservas petroleras del planeta. Para quienes aún no hayan superado ese peligroso anacronismo, un dato: la producción de petróleo alcanzó su máximo en el 2005 y, desde entonces, ya ha caído un 14%. Como dice Antonio Turiel, el colapso no es una cuestión física o tecnológica, sino cultural: "Se colapsa porque se persiste en una idea equivocada".
En unos años, nos pedirán explicaciones de tantas cosas... y no sabremos explicar por qué no lo detuvimos. Gracias, GOB, por intentarlo.
Cavilación final inconexa pero inaplazable:
En Gaza, desde hace dos años, un régimen de terror destruye escuelas y hospitales, y los civiles –a menudo niños– son asesinados cuando hacen cola para recoger alimentos. Desde el comienzo de la ofensiva de Israel –no le llame "guerra", porque no lo es– 238 periodistas han sido masacrados para que no pudieran contarlo.
Tú que puedes, cuéntalo, publícalo, hazlo correr. Sobre todo, no te acostumbres.