En la primavera del 2022 tuve la oportunidad de entrevistar a Oriol Junqueras. Hacía poco menos de un año que había salido de prisión. Empecé la entrevista abordando la situación de división entre las personas y fuerzas soberanistas y preocupadas por la preservación de la identidad propia de la cultura catalana. Junqueras me alertó de repente: en Europa no está nada bien visto hablar de cuestiones identitarias, y más ahora con todo el auge de la extrema derecha que hay y el miedo a que sufrimos una regresión hacia lo que ya ocurrió antes de la segunda guerra mundial.

La advertencia de Junqueras me remite ahora también a otras declaraciones que oí a Joan Reig, batería de Els Pets, en una tertulia deEl Club, el magacín por la tarde que durante algunos años, ya hace muchos, presentó Albert Om. Decía, Reig, que el nacionalismo o el independentismo catalán debía estar siempre alerta porque podía tener proximidades o coincidencias con el fascismo.

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Ahora lo hemos tocado con las manos: la deriva orriolista que vivimos (y que ya empieza también en Mallorca) debe hacernos estar en estado de alarma. De cada vez más, parece como si la derecha se hubiera erigido en el adalid único de la catalanidad más pura y del independentismo más insobornable y, en cambio, la izquierda autocentrada cuanto más se aproxima a los valores de solidaridad y de humanidad, más parece que tenga que renunciar al independentismo del que hasta hace pocos años. Y ahora, como nunca lo había hecho antes en nuestra casa, la derecha toma esa bandera identitaria desde posiciones de privilegio y supremacismo, de superioridad moral y cultural, alineada con los mismos postulados con los que berrea la ultraderecha de naciones europeas poderosas como la española, la francesa, la italiana o la inglesa, ridículamente atemorizadas por una . Querer ser no es fascismo. Querer que otro lo sea, sí.

Inevitablemente, sin embargo, todo esto nos salpica, a quienes queremos nuestro pueblo libre ya la vez una sociedad más justa. Hoy parece que entre el mundo progresista autocentrado deba pedirse permiso, o disculpas, para hablar del 'ser' antes que del 'hacer'. Y sin embargo, la cuestión preocupa. Estos días pasados ​​el Museo de Historia de Manacor ha inaugurado una exposición que ha titulado 'Manacorinidades', así, en plural. Se trata de una muestra que a partir de unas encuestas pretende averiguar qué significa hoy 'ser manacorí'. Cada uno puede realizar la valoración que encuentre, del método y de la filosofía de esta muestra, pero su éxito radica en el impacto que ha tenido. La repercusión en las redes sociales de las informaciones previas relativas a esta exposición ha sido importante y cuestión de encendido debate en los cafés y entre los cibernautas (tanto de los sensatos como de los hateros). La inauguración dejó pequeña la sala de prehistoria del Museo, donde los actores Toni Gomila y Yunez Chaib se encaraban (poética y teatralmente hablando) en la defensa de dos Manacors que conviven y que no se sabe si se esfuerzan mucho para no convertirse en incompatibles. Gomila recordaba los elementos que han ayudado a tejer una sociedad cohesionada hasta finales del siglo XX, la nostalgia del Manacor primario, agrícola, de los motes y los cossiers, y la fiesta de San Antonio, sin esconder, tampoco, sin embargo, el fariseísmo tan propio de las sociedades endogámicas, el gusto por el doble... le advertía, sin compasión, que aquel Manacor que glosaba a Gomila "ya formaba parte del pasado". De hecho, la gran controversia de las personas que hoy podemos decirnos "de mediana edad" radica en la evocación de un mundo que sólo nos han contado, porque nosotros, de hecho, ya hemos vivido otro. Y hoy, entre lo que no pudimos ser y la herencia perdida de lo que hemos sido, somos sólo un puente que amenaza ruina.

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Los trenes, cuando están en la vía, tienen mal frenar, si tiene que ser de repente y respuesta. Y si lo hacen, descarrilan. No volveremos a la Mallorca bucólica de nuestros padrinos, ni siquiera a la de nuestra infancia. Hemos sido golosos del dinero y el bienestar que nos ha reportado el capitalismo turístico en el que nos hemos instalado, nosotros, que fuimos tan pobres, y tan rústicos, y tan miedosos del hambre. Y hoy pagamos, también, en buena parte, el precio de esa avaricia: somos un país que crece hasta la deformidad sin herramientas ni poder para gestionar sus cambios. Y quien cobra no son las personas que llegan aquí buscando una oportunidad de vida, sino el capital y España, que nos mojan el dinero y el alma de pueblo.

La revolución de las sonrisas que llevó al Primero de Octubre fue un movimiento expansivo, de invitada y de ilusión. Los movimientos que se congrian hoy son de reclusión, exclusión y frustración. La cultura si es estática, se fosiliza. Lo decía Francesc Valcaneras en el magnífico documental Cosier de Mallorca, dirigido por Toti Garcia: "Todo lo que no se mueve, se rompe". La identidad no es un concepto sino un constructo. Con la madeja de la lengua catalana en el huso, damos hilo, debemos volver a tejer, con concordia, con voluntad de tomar muestra de la diferencia, con ganas de comprender la alteridad, una malla convivencial, cultural y humana que nos sostén a todos. Y será entonces, entre todos, que podremos reforzar los cimientos de ese puente que amenazaba ruina, poniendo cada uno una piedra de su tamaño y de su color.