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Una de las ideas más recurrentes de la derecha ultra europea es que la inmigración tiene como objetivo o efecto más o menos querido consumar un determinado reemplazo demográfico, que nos llevaría a una supuesta islamización de Europa. Ni que decir tiene que esta derecha se abreva de la retórica y de los miedos de una vieja derecha anglosajona, pero también de ciertas consignas populistas que dieron empuje, entre otras cosas horribles, al nazismo. Porque eso mismo se llamaba de los judíos. Esta misma derecha que teme a la sustitución demográfica, sin embargo, usa la demografía y la inmigración interior para borrar las otras lenguas del estado.

Tienen miedo de lo mismo que practican, quizás porque son bien conscientes de su efectividad. Sin sustitución demográfica no se habría hecho tan sencillo hacer residual el catalán en Mallorca, a menudo por parte de una clase política que es hija o limpia de quienes, diciendo que vinieron para escapar de la miseria de otras partes del Estado, además de prosperar, se han convertido en los peones felices y satisfechos de un juego de sustitución cultural. Les gusta desplazar, pero no que les desplacen.

Creen que un mallorquín o catalán que quiere conservar su lengua se está oponiendo a una cierta fatalidad histórica, a un proceso natural, ajeno a políticas, decisiones pensadas y presupuestos públicos. Para cierta izquierda, además, quien se aferre a determinadas esencias –a un paisaje, a una lengua– no hace más que dar cuerda al ultra que también pretenderá expulsar a inmigrantes u obligarles a renunciar a su religión. Se juega a confundir al personal de mala manera. Sólo es el conservadurismo de los demás lo que es la antesala del fascismo, nunca el propio, porque a menudo se habla desde el privilegio de quien lo tiene todo identitariamente garantizado. Pero cuando ven –más bien desde la paranoia– que es su lengua y su cultura la que podría ser borrada por la nueva inmigración, entonces todo son aspavientos y demandas de expulsión masiva. El racismo, por todo ello, se está normalizando.

Se afirman cosas en voz alta que antes no se decían ni con dos copas de más. La derecha centrada, si es que ha existido nunca en España, ha tenido que ponerse a competir con la ultraderecha de una forma tan desinhibida que da más miedo a lo que hacía, sobre todo teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, todo son muecas y violencia verbal, pero no demasiado política sana, y mucho menos leyes que puedan aprobarse.

El pobre inmigrante da menos miedo que el fascista; decir que el inmigrante no quiere integrarse por parte de quien no ha aprendido catalán después de vivir entre nosotros durante décadas da un poco de vergüenza. En el fondo esta imagen del inmigrante es sólo una metáfora ideológica de sí mismos: temen lo que son, una proyección freudiana de manual. Temen que los inmigrantes hagan de sí mismos lo que ellos mismos han hecho con los mallorquines, por ejemplo, sin mala conciencia. Se ve que nuestros miedos eran o son infundados, estúpidos y provincianos, pero no lo son los suyos, a pesar de ser idénticos.

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