El mar a treinta grados
De una noticia del ARA Baleares, firmada por Laura López Rigo: 'El mar balear 'bullo' a una temperatura récord de más de 30 grados', dice el titular. A las pocas líneas nos enteramos de que, por San Juan, la boya que mide la temperatura de Mahón marcó 29,33 grados, mientras que la de la Dragonera alcanzó los 30,5 el último día de junio. Miquel Gili, meteorólogo de la Aemet, afirma que magnitudes como estas "nunca se habían registrado en junio". El Mediterráneo es un mar cálido, pero aun así que el agua llegue a los treinta grados es una pésima noticia. Es alarmante que llegue en cualquier momento del verano, pero si lo hace en junio es terrible. Y extremadamente peligroso, tanto para la fauna, vegetación y fondos marinos como para la especie humana. El riesgo que entraña esta situación no debería ser muy difícil de entender.
Sin embargo, nuestra capacidad de normalizar lo que no es normal, o para obligarnos a nosotros mismos a encontrar puntos intermedios que no existen (entre la evidencia científica y las opiniones de cuñado, por ejemplo) parece no tener fin. Tampoco falta nunca quien intenta relativizar la situación, o directamente negarla, argumentando por ejemplo que siempre ha habido veranos más calurosos que otros, etc. Científicos de todo el mundo hace años que explican (y lo seguirán explicando, con paciencia de santos) el problema del cambio climático, las consecuencias que puede tener a largo, medio y corto plazo y las posibles soluciones que existen para minimizar los daños, y que pasan necesariamente por dos cosas complicadas de conseguir: un cambio de prioridades en las, principalmente de los países ricos. La información y los argumentos, por tanto, se encuentran al alcance de todos, y quien no quiere escuchar ya no escuchará. Las posturas irracionales son irredimibles y, además, el negacionismo del cambio climático suele ir incluido en un paquete ideológico donde también figuran el trato de favor que reciben los inmigrantes, la dictadura feminista, el adoctrinamiento LGTBIQ, la imposición del catalán, la conspiración de la agenda 2030 o la conjología woke, entre otros grandes logros de la ultraderecha. Discutir con quien se encumbra en estas opiniones suele resultar más bien ocioso.
Sí tiene más sentido fiscalizar la labor de nuestros gobernantes, y exigirles rendición de cuentas. Es bastante obvio que unas Islas que tienen el agua del mar a treinta grados en junio no necesitan poner en remojo a veinte millones de turistas durante este mes y los siguientes. Tampoco necesitan ampliar el aeropuerto para hacer venir aún a más millones de visitantes al año. Y todavía necesitan menos desregular la construcción y dejar vía libre a la destrucción de los recursos naturales propios, como lo hacen la amnistía urbanística de construcciones ilegales y la barra libre para la construcción en rústico, incluso en la sierra de Tramuntana. Una destrucción que nos aboca, por cierto, a la decadencia económica, dado que la industria principal de Baleares consiste en la explotación intensiva de su paisaje y condiciones climáticas. Tener el mar a treinta grados equivale a matar a la gallina que pone los huevos dorados y encaminarse con peso firme hacia la autodestrucción. Si los verdaderos señores de estas Islas y sus colaboradores (es decir, ciertos empresarios del sector turístico y ciertos dirigentes políticos) no han decidido jugar la carta nihilista de hacer el último gran negocio, es urgente que las actuales políticas turísticas y urbanísticas sean replanteadas y revertidas, con un consenso social trabajado de verdad, y no sólo con fotos de fotos.