Escenificar la misma 'Traviata' veinte años después
A propósito del vigésimo aniversario del montaje de Willy Decker sobre la ópera de Verdi, programada en el Teatro Real de Madrid
MadridHasta el 23 de julio, ya lo largo de dieciocho funciones, el Teatro Real de Madrid programa el montaje de La traviata que en 2005 se estrenó en el Festival de Salzburgo con dirección escénica de Willy Decker. Veinte años después de aquellas primeras representaciones, protagonizadas por Anna Netrebko, Rolando Villazón y Thomas Hampson, el espectáculo mantiene su solidez gracias a una dramaturgia que contemporiza la historia de la dama de las camelias, sin traicionar la esencia de la obra pero reforzando y visibilizando algunos aspectos que las lecturas tradicionales.
Ya hace unas décadas que la escenificación operística vive inmersa en discusiones bizantinas en torno a las libertades que los directores de escena se toman a la hora de montar una u otra ópera. Estos días, por ejemplo, el Liceu acoge unas funciones de Rusalka dirigidas por Christoph Loy que han levantado polvareda por el hecho de que el dramaturgo alemán no ambienta la acción original en el contexto del supuesto cuento de hadas en el que se basa la ópera de Dvorák. Para sintetizar, quizás habría que recordar que la ópera es teatro (musical) y que hace ya más de un siglo que el propio teatro (de texto) vive también una importante sacudida con lecturas que permiten explorar los interlineados de las obras en las que se basan muchos de los espectáculos que han sido y siguen siendo referenciales.
Ya lo dijo Roland Barthes en el célebre y breve ensayo sobre la muerte del autor: cuando un creador da un texto por terminado, éste ya no pertenece al autor, sino a quien le lea. Por tanto, un texto teatral (y esto incluye la ópera) puede ser leído de la manera que se quiera y, por tanto, representado de acuerdo con una concepción dramatúrgica que pondrá el énfasis en un aspecto u otro que quizá el original no explicita, pero que el director escénico o el dramaturgo querrá desvelar. Guste o no, esa es la realidad y no son aceptables argumentos contrarios que etiquetan a determinados escenificadores de oportunistas, provocadores o sicarios a sueldo para joder al espectador. Como en todo, hay propuestas más o menos convincentes, más o menos equivocadas, pero no creo que deba cuestionarse la honestidad intelectual de un dramaturgo que ha pensado y repensado la forma de presentar una ópera a ojos de sus contemporáneos.
Volviendo a esta Traviata que ya es un clásico de la escenificación operística del siglo XXI, el acento feminista de Willy Decker le permite hacernos olvidar producciones de cartón piedra que resultan vistosas, sin profundidad dramática y que encaran la ópera de Verdi como si estuviéramos en un museo rancio y con olor a naftalina. Y es que la ópera de Verdi es el sórdido relato sobre una prostituta que tiene la mala suerte de caer en desgracia, lo que desnuda a una sociedad hipócrita y tanto o más enferma que la protagonista, aunque no de tuberculosis (la enfermedad que sufre Violetta y que la llevará a la tumba), sino de desprecio y de sexismo.
Así es como Decker sitúa la acción escénica en una especie de círculo, como circular es la música de vales que acompaña al célebre "brindis" del primer acto. Tan circular como el tiempo que asedia a Violetta, amenazada permanentemente por un inmenso reloj que marca el progresivo final de su vida, y también por la presencia del doctor Grenvil –un personaje tradicionalmente secundario pero que aquí tiene rasgos de gran protagonismo–, que personifica a un ángel anunciador de la muerte inminente de Violetta.
Sin embargo, el acento es el del machismo, señalado por Decker como lacra social. Violetta vive en un "mundo macho" (por decirlo en palabras de Terenci Moix) que será letal para la protagonista, independientemente de cuál haya sido su profesión. El dramaturgo alemán no juzga a Violetta, sino que nos deja a nosotros como espectadores libres porque juzgamos no la "traviata", sino la sociedad que le rodea. Una sociedad que puede ser la nuestra, la que desde la platea se deleita por la música sin ser conscientes de que la obra maestra de Giuseppe Verdi es la banda sonora de una realidad que no es tan bella como la partitura.
Este es, pienso, el sentido de la escenificación operística hoy en día: las obras del pasado se pueden y deben leer en clave crítica, que puede ser feminista, poscolonial o lo que se quiera. escenificación al servicio de una relectura que permita acentuar la denuncia contra todo lo que sea injusto y reprobable. Veinte años después del estreno en Salzburgo, la creación de Willy Decker sobre La traviata invita a abrir los ojos, a romper la mirada como hacía Luis Buñuel al inicio de la perturbadora Un chien andalou pero, violentados con lo que ocurre en el escenario, saber leer nuestra realidad, que no tiene nada de teatral ni de operística.