Somos demasiado nostálgica para disfrutar del presente
Cuando disfruto, me cuesta mucho decir adiós. Nunca tengo suficiente, me niego a que el instante que vivo se detenga para enviarlo, directamente, a un rincón de mi memoria


PalmaEn una hora añoraré este momento. Me pasa siempre, es como recibir la nostalgia por adelantado. Sólo cuando ocurra –y eso lo haga inalcanzable, no retornable– valoraré este presente en el que me encuentro ahora. Pensaré con melancolía, lo romantizaré, aunque ahora tenga prisa y me parezca insulso. Me diré a mí misma que no lo saboreé, que debería haberlo disfrutado más y que no fui consciente de ello cuando todavía estaba a tiempo de hacerlo. Y ya todo sólo será recuerdo y arrepentimiento. Un pesado lastre que te hace temer que, al final, el balance de todo ello sea no haber vivido lo suficiente.
A veces, cuando observa escenas de vidas ajenas, tiendo a pensar que los demás sí son capaces de experimentarlo todo al máximo, que están presentes y conscientes. Por la calle, en fotos o en las redes sociales, puedo detenerme en cada detalle: veo dónde están, qué comen, qué beben, con quiénes están. Casi puedo sentir que vivo ese momento con ellos. Ahora bien, cuando quiero hacer el mismo ejercicio con mi vida, todo se desvanece tan pronto que me hace dudar de guardar sueños o recuerdos. Y otro pico esa sensación de haber derrochado el tiempo, de no haber hecho un esfuerzo por retener esas sensaciones, de hacerlas durar más.
Por suerte, todo esto parece más asumible cuando es verano. De junio a septiembre todo se dilata, vuelve tibio y menos agridulce. Y me permite engañarme a mí misma, con esa percepción de que la vida tarda más en convertirse en recuerdos. Tener el control total de mis horarios hace que sienta que no he derrochado tanto el tiempo: si me he levantado tarde, todavía puedo ir el mediodía a la playa, volver a casa, ducharme, ir a cenar y, si encontramos que el día no ha durado lo suficiente, estirar la noche hasta la hora que haga falta. Todo es más laxo, y el espacio-tiempo, más relativo. Por yo, vivir se vuelve algo más fácil. Me pregunto si, quizás, es porque necesita más tiempo que el resto de la gente para digerir las cosas, si cada momento no debería tener una duración suficiente para, primero, vivirlo; después, ser consciente de ello y, finalmente, despedirme.
Cuando disfruto, me cuesta mucho decir adiós. Nunca tengo suficiente, me niego a que el instante que vivo se detenga para enviarlo, directamente, a un rincón de mi memoria. Somos una especialista en alargar las horas: siempre hay otro lugar al que ir, otra ronda que pedir, otro tema de conversación para empezar. Por eso me gusta tanto la gente que, simplemente, se pide: "Bueno, ¿y ahora qué hacemos?", con ese sentido de continuidad, de infinitud. Me hace especialmente feliz cuando llega la hora de partir, pero por yo todavía está pronto, y la otra persona me confirma que también quiere quedar un rato más con un "no te preocupes, yo no tengo nada rápido". Es un placer disfrutar de las cosas cuando las dabas por terminadas, como cuando estás en el concierto de tu cantante favorita y simula que se despide, pero aún le queda media hora más.
El paso del tiempo, la juventud y la nostalgia son los temas que explora Paolo Sorrentino en Parthenope, esta oda en su extraordinaria Nápoles. La belleza de la película, implícita y explícita, te deja tan aturdida que no te das cuenta de que su mensaje te ha sacudido hasta que llegas bramando a los créditos finales, sin saber muy bien por qué. "La vida es melancolía. Y no puedes evitarla aunque intentes escapar deslizándose por la placentera superficie de la existencia", le dice Gary Oldman –en el personaje de John Cheever–, en Parthenope –protagonizada por Celeste Dalla Porta. Yo pienso que si es tentador intentar pasar por encima de la existencia es porque nos da miedo experimentarlo todo, dejar que el momento nos atrape, coger el presente tan fuerte que nos queme en las manos, sentir cómo el tiempo intenta huir. Y quizá con la juventud ocurre como con las personas, que no queremos aferrarnos por miedo a añorarlas.
Ésta es una de las batallas que intento librar contra mí misma: conseguir que el agradecimiento de tener ciertos recuerdos sea más fuerte que la pena de ver pasar la vida. Y todo por poder volver a los momentos que más feliz he sido y hacerlo con gusto, no con remordimientos; para que la culpa no empañe la experiencia de mirar atrás; por no vivir en este constante pasar pena que los años pasan. Por todo esto, prefiero adentrarme en este presente, cerrar los ojos y concentrarme muy fuerte para capturar el momento preciso que sé que, dentro de una hora, añoraré.