Papá, mamá, yo sé lo que les conviene
No tengo ningún recuerdo de cuándo mis padres estaban juntos con el que poder comprar la relación que tenemos hoy en día los tres. Sin embargo, no estoy segura de que –si tuviera recuerdos– desearía que todo hubiera sido diferente.


PalmaMis padres están separados. Están desde que yo era muy pequeña, por lo que no puedo decir que arrastre ningún trauma de este episodio. Todo ocurrió cuando todavía carecía de la conciencia justa para saber que mi vida había cambiado y para cuestionarme si sería peor. Así que ahora no tengo ningún recuerdo de cuándo estaban juntos con el que poder comparar la relación que tenemos hoy en día los tres. Sin embargo, no estoy segura de que –si tuviera recuerdos– desearía que todo hubiera sido diferente. Somos una familia normal (que no normativa): tenemos un grupo de WhatsApp los tres, de vez en cuando hacemos un almuerzo o un café juntos, uno me pide por el otro –y viceversa–, y entre ellos se piden ayuda y favores cuando lo necesitan. Aparte de yo misma, sé que tienen algunas pocas cosas en común. Comparten ciertas formas de hacer y de ver la vida. Y tal vez sea por eso que, casualmente y sin saberlo, ambos decidieron dejar de fumar el mismo día, después de cerca de cuarenta años enganchados al tabaco.
Cada uno lo lleva como puede, pero el gesto ha evidenciado que llegar al ecuador de la cincuentena les ha hecho despertar ciertas preocupaciones relacionadas con la edad. Me hizo mucha gracia el día en que mi padre me confesó que estaba sorprendido de la cantidad de vida que todavía le quedaba por delante, cualitativa y cuantitativamente. "Yo no me esperaba llegar hasta aquí", me reconoció, estupefacto, como si en lugar de acabar de cumplir 56 años, hubiera cumplido 80 o 90. "¿Y qué te pensabas?", le pedí, sin poder reírme. Él me explicó que la imagen que siempre había tenido tanto de su padre como de los hombres de su edad había sido de señores mayores, que ponían cara de haberse jugado hasta la última carta y que habían abandonado la primera línea de la vida para verla desde la retaguardia el tiempo que les quedaba.
Mi padre, que nunca ha sabido tener un perfil bajo, todavía no puede venirse de continuar en la flor de la vida. Por eso, a veces, me toca recordarle que, ya que ha llegado hasta aquí, estaría bien que quedara varios años más. Se lo digo, por ejemplo, los días que decide hacer 100 kilómetros en bicicleta en medio de una ola de calor: Palma-Llucmajor-Campos y volver. En pleno julio, a las dos de la tarde. Sabe que le regañaré y, aun así, se detiene a hacerme una visita a medio camino. Mira que nunca me ha hecho difícil ser su hija, pero en estos momentos es cuando me lo pone más complicado.
Mi madre, por su parte, ha comenzado su particular cruzada contra los plásticos y las bacterias. Ahora, en su casa todo es de cristal o de madera. Y, por si fuera poco, quiere encomendarme cada una de sus nuevas obsesiones enviándome compulsivamente las publicaciones que encuentra en Instagram sobre los peligros que hay escondidos en cada rincón de la casa. Esta semana han sido las botellas de termo, que resulta que acumulan millones de bacterias más que un inodoro, pero la semana pasada fueron los paños de cocina, que se ve que te pueden enviar al hospital si no los lavas bien.
Así que yo les he tomado la palabra. Contentísima que, al fin, prioricen su salud, he entrado en su juego. Era mi oportunidad de devolverles todos los consejos, de decirles "esto te iría bien, hazme caso", de oírme la voz de la experiencia y el conocimiento. Por eso, por sus respectivos cumpleaños les regalé a cada uno un vale para hacer deporte. A mi madre, un bueno para ir a clases de yoga: "No te puedes seguir quejando del dolor de espalda". Y a mi padre, una tarjeta de acceso al rocódromo: "Basta de estar, con esa temperatura, haciendo deporte al sol". No es que ninguno de los dos estás especialmente interesado en estos deportes, pero: "Papá, mamá, yo sé qué es lo que les conviene".
Ahora que ya han pasado varios meses y he evaluado el fracaso de mis regalos, no he podido evitar sentirme como Dubravka Ugrešić, en uno de los pasajes de Zorro, un libro que –sinceramente– acabó en mis manos como lectura obligatoria de un curso. En uno de los capítulos reflexiona sobre el hecho de haberle regalado un canario a su madre: "Primero se quedó perpleja, nunca había tenido animales domésticos, consideraba que era antihigiénico, y luego lo comprendió todo. Yo le había comprado el canario para que le hiciera compañía, para una mujer de su edad un canario era ideal, pensé (de verdad). Y, a continuación, dice: "Recuerdo su mirada (...). Era una mirada de una muñeca a la que han excluido del juego, en sus pupilas flameó por un instante una protesta juvenil, que se apagó rápidamente".
Por primera vez, sentía que había traicionado a mis padres: había empezado a tomar decisiones según lo que yo consideraba que les convenía, ignorando sus deseos. ¿No era esto a qué se referían cuando, de pequeña, me decían: "¿Esto es por tu bien"? De repente, la tortilla se había vuelto.