Las franquicias están cargándose mis recuerdos de infancia
¿Cómo sería yo si Palma todavía tuviera la capacidad de definirme?
PalmaCreo que he encontrado la semilla de mi afición por ir a bares y cafeterías. Desde que era pequeña, y sin querer, frecuentar estos lugares se ha convertido en una tradición compartida entre mi padre y yo, una costumbre que he heredado de él. "Bueno, pero buscaremos algún sitio para hacer un parón y tomar un café": ésta es y ha sido siempre la condición de mi padre a cualquier tarde de salir por Palma, sea cual sea el objetivo del día. Da igual si vamos a pasear, de compras o hacer encargos. Él siempre tiene activo su radar de lugares susceptibles donde pedirse "un café solo, muy cortito, sólo un dedito". Yo le digo que esto se llama ser cafeinómano –que suena más grave que decirle que toma demasiado café–, porque con algo debo llevarle la contraria, ya que sin embargo siempre acabamos pasando más tiempo en una terraza que haciendo lo que habíamos quedado por hacer. Como si todo fuera sólo un pretexto para sentarse, tomar algo y charlar durante un buen rato.
La realidad es que añora nuestras paradas de antes. No porque no pueda volver atrás en el tiempo, sino porque tampoco puedo volver a esos lugares. Ahora tengo que confiar en mi memoria para recordar cómo eran las tardes juntos, cuando nos refugiábamos en cualquier cafetería de la plaza de España un día de invierno y yo me pedía un chocolate para merendar y entrar en calor. Sus preferidas –que, de mayor, también habrían sido las mías– eran el Bar Niza, en 1916 y el antiguo Bar Cristal (antes de que fuera lo que es ahora, en todos los sentidos). Me encantaría poder mirar por la ventana de estos locales –llenos de mesas de mármol y hierro forjado, recién acero inoxidable, y camareros de camisa y delantal– y jugar a encontrar a otro padre y otra hija, adivinando en qué debían consistir aquellos momentos para nosotros. Quisiera poder sentarme e imaginarme qué conversaciones debíamos tener, qué preguntas le hacía, si pasábamos tiempo en silencio, quizás él leyendo el periódico y yo pintando o jugando con la última Barbie que me había comprado para aviciarme aún un poquito más.
Pero nada de eso ya es posible. Allí donde esperaba encontrar los recuerdos de infancia ahora sólo puedo pedirle un taco precocinado o comprarme unas bragas italianas muy caras, cosas que podría hacer en cualquier otra ciudad europea o, prácticamente, del mundo occidental. No es sólo que la plaza de España se haya convertido en la meca de las cadenas del fast fashion y el fast food: es que Palma se ha convertido en una ciudad franquicia, un decorado para turistas, un borrador más en el mapa. Siento que la globalización me ha privado de tener un legado, un pasado y una memoria colectiva. Y me preocupa pensar que todo esto es lo que, al fin y al cabo, nos dota de una identidad –como ciudad, como pueblo, como personas–, porque cuando ya no sabemos quiénes somos quiere decir que lo hemos perdido todo.
Las costumbres, los gustos, las aficiones son lo que nos define. ¿Qué definición de yo misma sería entonces si todavía pudiera volver a los lugares donde iba hace 20 años? ¿Cómo sería yo si Palma todavía tuviera la capacidad de definirme? Hay que hacer verdaderos esfuerzos por tener una personalidad propia en una ciudad en la que la oferta de matcha latte y bubble tea aumenta al mismo ritmo que desaparecen las tiendas de víveres, los locales históricos y los rótulos que deberían ser parte de nuestro patrimonio. Si yo, que acaba de cumplir los treinta, ya no reconozco el paisaje de la ciudad, no puedo ni imaginar el desconcierto que puede suponer salir a la calle para el resto de generaciones que me preceden.
En mi caso, la tozudez de mi padre ha conseguido que todavía pueda tener una cata de qué apariencia tenían las cosas antes de que el tejido urbano se convirtiera en una fachada intercambiable. Aunque nos hayan dejado prácticamente huérfanos de nuestro itinerario de paradas en bares y cafeterías "con solera" –como dice él–, no deja de esforzarse en encontrar nuevos lugares donde escapar de la velocidad del mundo, de la decoración escandinava y de los cafés de especialidad. En los últimos años, su gran apuesta se ha convertido en el Bar España, Antic Can Vinagre, un vestigio que sobrevive en medio de los Oms, como una muestra de lo que era esta calle cuando todavía pasaban los coches, y que nadie como Miquel Julià –con su fotografía–, y Nadal Suau –con su prosa– han sabido capturar. Sólo espero que, dentro de unos años, no tenga que recurrir a ellos y su obra para recordar las conversaciones que debía tener con mi padre entre aquellas paredes, amarillas y solados, iluminadas por un fluorescente siempre encendido. En un mundo que lo querría blanco y caro, amueblado con mesas de madera y enchufes suficientes para trabajar con un portátil, la incorruptibilidad de este bastión es un acto de resistencia, como nuestro ritual padre-hija, que se niega a desaparecer y olvidar quiénes somos.