"Llegaba a casa destrozada, como si estuviera enferma": vivir con un trastorno sin diagnosticar
Macarena Llull siempre se sintió distinto, pero fue el diagnóstico de autismo de su hija que le llevó a querer saber si ella también lo era
PalmaCuando era pequeña, Macarena Llull (Sevilla, 1987) no tenía la sensación de ser distinta. "Mirando atrás, cuando iba a Primaria no notaba nada especialmente diferente. Tenía a los amigos de la escuela, pero no la tenía fuera. Siempre fui muy solitaria. Estaba muy enfocada en los estudios y siempre reforzaba esto", expone. Aquella extrañeza, todavía imprecisa, no hizo saltar ninguna alarma. "En quinto de Primaria hice sesiones con una orientadora… y dijeron a mis padres que creían que era superdotada. No se puso sobre la mesa qué podían hacer, ni nada. Todo era mucho más complejo", recuerda.
La diferencia, sin embargo, se hizo más clara en la adolescencia. "Fue cuando vi que no me gustaba lo mismo que a otras personas; aquello que a ellos les iba bien, a mí, fatal. La manera de relacionarme con los demás también era diferente, porque a mí no me salían naturalmente los códigos de interacción. Te das cuenta de que imitas a la gente, porque eres la recuerda se convertía en algo, se me convertía." Su círculo de amistades era mínimo. "Amistad reducidas, tres amigas contadas, y siempre he sido una persona extraña. Y a medida que avanza el tiempo, vas asumiendo que eres 'la rara'", dice. Incluso, ante las dificultades, sentía que funcionaba de otra forma. "Ante problemas y dificultades lo encaraba de forma diferente a la que me planteaban otras personas. Y pensaba que era yo la que no sabía enfrentarme a ella como tocaba", explica.
El malestar no tenía nombre hasta que nació su hija. "A raíz del nacimiento de mi hija, empecé a verme reflejada en ella… Yo veía muchas cosas en aquella muñeca de tres años que me recordaban a mí. Nos dijeron que hiciéramos el proceso de diagnóstico, fuera el que fuera, y fuimos pasando por expertos hasta que se nos dijo que era autismo", recuerda. Cuando lo comentaron con el neuropsiquiatra, apareció una hipótesis que nunca había contemplado. "Hablamos de mí, de mi pareja, y el doctor me dijo que creía que yo cumplía todos los parámetros del autismo. Nunca lo había pensado y se me encendió la bombilla".
Durante un tiempo dejó el tema en vilo, centrada en el diagnóstico de la muñeca. Pero finalmente quiso resolverlo. "Con el tiempo me hice las pruebas. Y aquí comienza mi camino: porque para adultos no hay caminos en la sanidad pública y debe ir todo por la privada. Son muchas sesiones y dejas suficiente dinero. La sanidad pública tampoco cubre el soporte terapéutico psicológico. Fue mi decisión cerrar el interrogante", asegura. El diagnóstico confirmó lo que intuía: había vivido años escondiéndose tras un alto nivel de enmascaramiento. "Siempre me he mimetizado con los demás. Actualmente, también estoy pendiente de la prueba de otras capacidades", apunta.
A raíz de saber que era autista, muchos aspectos de su vida cobraron sentido: reacciones, incomodidades y malestares que nunca había sabido contar. Las señales estaban allí desde siempre. "Por ejemplo, bromas que no entendía, y que todavía no entiendo, y me cuestan. No sabía entender las bromas y el lenguaje de los compañeros", expone. A pesar de no disfrutarlo, participaba en actividades como salir de noche. "Iba porque todas las amigas iban, pero a mí me generaba mucha confusión mental y saturación. No me gustaba. Y aquí entiendes que tienes sobreestimulación, que los cambios de luz y sonido te agotan", reconoce. Aquellos planes, tan habituales para otros adolescentes, a ella le dejaban exhausta. "Llegaba a casa destrozada, como si estuviera enferma. Sin saberlo, me estaba obligando a hacer un esfuerzo por socializar con la gente, y eso pasa factura a escala mental y física". También notaba sus efectos en el cuerpo. "Me costó entender que el autismo es un tema neurológico, pero que pasa factura físicamente: jaquecas, enfoque excesivo…", asegura.
Aprender a poner límites
Con el diagnóstico, y después de un tiempo prudencial de asumir la nueva realidad, llegó el alivio. "Conocer el diagnóstico ha sido una liberación, al ver que no había nada mal en mí. Siempre había tenido la sensación de que había algo roto, de que yo no funcionaba. Saber quiénes somos me ha ayudado a conocerme más, a saber poner límites…". El entorno social y familiar, y cómo la tratan y la comprenden, también ha cambiado. Sin embargo, los tópicos persisten. "Siempre te encuentras a personas que te dicen 'no lo pareces', porque se tiene la idea de autistas que no hablan… pero hay de todo", añade.
Ahora, con una nueva comprensión de quién es, se ha permitido detener la autoexigencia. "Me he dejado de forzar a hacer cosas y he dejado de intentar agradar a los demás… y me encuentro muchísimo mejor". Y eso, asegura, ha sido determinante para criar a su hija. "Me ha ayudado muchísimo a conocer ya gestionar a mi hija… Ella se siente superreforzada con la idea de que su madre es autista. Ella no lo ve como algo malo", dice.
Por eso, Macarena Llull reclama que se dé visibilidad a historias como la suya: mujeres que han pasado décadas sintiéndose fuera de lugar hasta que, ya adultas, alguien les ha puesto ante el espejo adecuado, aquel que por fin las refleja tal y como son, sin filtros ni disfraces.