
Un libro reciente que vale la pena leer es Pobreza Made en USA, del sociólogo estadounidense Matthew Desmond (Capitán Swing, 2024). Hace un retrato muy documentado del problema de la pobreza en el país más rico del mundo y plantea algunas posibles soluciones bastante imaginativas, aunque no siempre extrapolables a otros lugares. Pero, en mi opinión, la gran virtud del libro es su exitoso intento de dar visibilidad a un colectivo tan numeroso como escondido: los pobres.
Para la mayoría de nosotros, cuando se nos habla de pobres nos viene a la cabeza la imagen del mendigo en el portal de la iglesia o de alguien haciendo cola en un dispensario de alimentos, pero la pobreza es mucho más que eso. Pobreza no es sólo pasar hambre sino también no poder comprar el ordenador para los niños o sustituir la lavadora estropeada. Por eso, los indicadores más comunes hablan de personas en riesgo de pobreza y exclusión social para referirse a quienes no tienen lo básico para vivir con un mínimo de garantías.
En el ámbito de las Islas, según los datos oficiales, estamos hablando del 16% de la población, cerca de 200.000 personas. Paradójicamente, pese a suponer dos veces la población de Menorca, el peso social y político de este colectivo es insignificante. El objeto de atención del discurso político es casi siempre la clase media o algunos colectivos particulares: los jóvenes, las mujeres, la gente mayor... nunca salen los pobres, posiblemente porque tienen pocos incentivos para ir a votar o no pueden hacerlo.
Alguien dirá que no hace falta, que si se ayuda a la clase media, indirectamente se ayudan los pobres. Que si los primeros pueden comprar casas, los segundos verán cómo baja el precio de los alquileres. Es el mismo discurso que sostiene que cuando las empresas tienen muchos beneficios, esto supone una subida de sueldos de los trabajadores, pero todos sabemos que, al final, el grueso de los beneficios terminan en el bolsillo de los inversores y, no pocas veces, en paraísos fiscales.
La pobreza sólo se puede combatir con políticas dirigidas a los pobres. Si la preocupación de la sanidad pública fuera garantizar que la clase media tenga una cama de hospital cuando la necesite, los pobres nunca verían al médico. Pero no caigamos en el error de culpar a los políticos. Si no hay políticas dirigidas a los pobres también es porque la mayoría de gente no quiere cerca ni saber de su existencia.
Si hay un colectivo objeto de segregación, hoy es éste. Inconscientemente, evitamos mezclarnos con los pobres. Tendemos a arrinconarlos a según qué barriadas y hacemos otras, con jardines y con residencias unifamiliares, porque sabemos que nunca serán asequibles para ellos. Y eso no hace más que agravar el problema: en los barrios pobres hay peores servicios públicos, centros escolares deficientes y mayor inseguridad en la calle. Es el pez que se come la cola.
La cuestión es si vale la pena ponerle remedio, a pesar de los sacrificios que implicaría por parte de todos. La respuesta debe ser positiva desde el momento en que sabemos que la pobreza provoca problemas de salud pública, genera mano de obra poco calificada y colapsa los servicios públicos, entre otros. Pero el combate no sólo se juega en la perspectiva económica. Recuperando el viejo concepto evangélico de 'prójimo', sería importante también dejar de mirar con cara de verdad a los pobres y acercarnos a ellos. Estoy seguro de que esta proximidad nos ayudaría a ser mejores personas, también entre nosotros que vivimos cómodamente, y nos haría ver las cosas de otra forma. Ganaríamos todos.