25/08/2025
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Este verano de guerras contra poblaciones civiles y comedia de los gobernantes, contra los que llegamos a creer que sólo podemos actuar virtualmente o en la calle un día señalado, a ratos me he sentido como Stefan Zweig: no tan abrumada por su mundo de ayer –con la caída de un imperio, dos guerras mundiales, el exilio y la censura–, como rabieta por el nuestro, el de mi generación. Por la adolescencia dedicada a unas luchas que debemos seguir lidiando; por la juventud confundida con la globalización y asustada por las crisis económicas y el inminente cambio climático; por la pandemia y los neofascismos, y el empleo de parte de la virtualidad y las inteligencias artificiales; y por la constatación madura que nos hemos sometido y trabajamos por un sistema que, no sólo no nos ha parecido justo y humano desde el principio, sino que nos explota con la excusa de garantizar unos derechos (vivienda digna, sanidad pública, jubilaciones, viajes de la Imserso) a los que ya no tendremos acceso en el futuro ni que lo queramos.

Después, a ratos, me ha dado un poco de vergüenza. Y entonces me he sentido como Bill François –una urbanita afortunada, capaz de ignorar el ruido de la propia especie y aprender a escuchar a las sardinas. Una humana consciente del privilegio de poder activar el modo por defecto del cerebro, y que coincida con el saludo del milano que se cierne bajo un solo anaranjado por los fuegos del norte, con la coreografía de un sangriento escarlata zumbando sobre una piscina inundada de voces alemanas, o con la ascensión extraterrestre del tallo. Una humana agradecida que, de observarlo, los neurotransmisores de la mente –cansados ​​y deprimidos– logren reactivar las conexiones más optimistas y ancestrales de un organismo contradicho.

Sin embargo, enseguida me embistía un mal hambre: la mía sardina no había llegado a la playa herida por la tormenta sino por las hélices de una lancha o moto de agua que se había pisado veloz y desconsiderada en la costa –y yo no había podido salvarla.

Entonces, me volvía a sentir como Rachel Carson, reivindicando menos cemento, menos química y más fincas de cultivo ecológico (para nosotros y para los insectos gracias a los cuales todo se regenera), un verano, sesenta y cinco años más tarde, que ni las sardinas casi caben, y la fruta cabe. Entre bochornos sofocantes y cielos ahumados, repetía todavía otra vez las explicaciones de la paradoja de la extinción, que nuestros expertos en gestión forestal están hartos de predicar. Frustrada en medio de este verano de naturaleza que pierde el compás entre músicas de ambiente artificiales o coartadas, ha habido otros ratos, sin embargo, que he logrado existir más allá del mundo audible (a través de detectores ultrasónicos), y he intuido la esperanzadora posibilidad de traducir nuestro grito de ayuda urgente.

Este tipo de días, repentinamente, al cabo de un poco, me puñaba un mal en el pecho izquierdo que me obnubilaba. Se iba mezclando imperceptible con una pesadez craneal, un espesor aguijonador que obstruía el pensamiento y me enfurece. Empatizaba tanto con el sufrimiento de n'Ivan Illitx tolstoiano (un hombre normal, al que comportarse según leyes y morales no mejoraba la vida), que cualquier tarea me parecía baladí y absurda, si sin embargo no debía haber otro final para mí que el suyo –y el de todos, al fin y al cabo–; si quedaban cuatro días o treinta años para que me muriera, no veía el sentido de gastarlos con preocupaciones por el bienestar común, el cumplimiento de deberes absurdos o la persecución de quimeras poéticas. Los días de verano que han ido así, cuando notaba que de repente las punzadas remitían, me daba una risa, de mis comportamientos prosaicos y burgueses.

Y, a continuación, venían los días que me sentía estafada a la vez que estafadora, como el agrimensor deEl castillo, de Kafka. Como si también fuera una que, intuyendo la vida que le esperaba en el lugar de donde estaba, eligió un oficio, y se aventuró en otra tierra, soñando que viviría diferentemente; y entonces, topó con los mismos feudalismos, disfrazados de otras burocracias; y ahora jugaba con las ventajas de ser de afuera e iba retrocediendo en aspiraciones, por las desventajas de ser forastera; hasta el punto de no recordar exactamente si era o no era una practicante de aquella profesión que había anunciado –y, bien mirado, de qué trataba o para qué servía. Luego, para redondear la broma (y la paradoja), he tenido que escribirlo. Ya lo dice Antonina Canyelles, que "la poesía no puede detener el hambre/ni la guerra/ni la enfermedad/ni la poesía".

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