El mundo infalible

En su ensayo Sobre la libertad (1859), John Stuart Mill incidía en la importancia de la libertad de opinión para hacer frente a una actitud tan extendida como perniciosa: la confianza en la infalibilidad del mundo. A grandes rasgos, lo que quería decir Mill era que las personas normalmente dudamos de nuestra propia opinión, pero nos cuesta muy poco dar por bueno lo que todo el mundo piensa. Por ejemplo, la mayoría no nos atreveríamos a afirmar que los inmigrantes que conocemos son personas conflictivas, pero aceptamos acríticamente el mensaje de que la mayoría lo son. Por eso, nos dice Mill, siempre es importante cuestionar incluso lo que todo el mundo da por bueno, porque el mundo no es infalible.

Hoy podemos cometer el error de pensar que, con la generalización de Internet y las redes sociales, es más sencillo poner al alcance de todos el derecho a expresar libremente la opinión y, cuanto más gente participa de ello, más posibilidades habrá de encontrar posicionamientos críticos y conseguir opiniones más razonables. Desgraciadamente, sin embargo, ocurre todo lo contrario. Cuando un pequeño grupo de personas intercambia opiniones, es inevitable que haya alguna persona que discrepe de la mayoría. Pero si el grupo crece, pronto la discusión se fragmenta y acaban formando grupos con un pensamiento más homogéneo, básicamente porque la mayoría estamos más cómodos hablando con la gente que está de acuerdo con lo que pensamos.

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Internet es esto llevado al extremo. Cualquier persona con un móvil o un ordenador conectado puede, en cualquier momento, expresar su opinión. Pero, normalmente, su audiencia estará formada por personas que piensan más o menos lo mismo, por lo que siguen su cuenta o forman parte del mismo grupo de mensajería. Entonces ocurre lo que indicaba Mill: la confianza con la infalibilidad del mundo. Aunque interiormente podamos tener dudas sobre lo que está pasando a nuestro alrededor, tendemos a dar por ciertas las insistentes opiniones del grupo, incluyendo la veracidad del vídeo del inmigrante apaleando a una transeúnte o el asunto sexual de un famoso.

Esta insistencia no es casual. Las empresas que están detrás de las redes sociales saben que, si nos ofrecen contenidos que nos gustan y confirman lo que pensamos, pasaremos más tiempo enganchados a su aplicación y así generamos más ingresos. Los algoritmos que eligen los contenidos -y que nos hacen creer que somos nosotros los que escogemos- tenderán a no mostrarnos las voces discrepantes. Lo mismo podemos decir incluso de los diarios digitales, que reciben ingresos a base de mantener a los lectores mirando la pantalla. El objeto del negocio no es ya informar, sino captar la atención.

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Mill defendía la necesidad de cuestionar todas las opiniones, incluso aquellas que fundamentan la convivencia de la sociedad, a pesar de que su naturaleza ideológica o religiosa las hace necesariamente falibles. Las empresas que gestionan los contenidos en Internet no tienen ningún interés en ello, sino que únicamente buscan saber cómo nos comportamos como consumidores de lo que sea. Podemos indignarnos, pero es poco realista pretender vivir de espaldas a la tecnología. Lo que sí podemos hacer es ir advertidos y tener en cuenta que nuestro verdadero adversario no es aquél que cuestiona lo que pensamos, sino quien mercadea con la verdad y se enriquece alimentándonos con complacencia barata, buenas dosis de indignación y un estruendo de mentiras.