PalmaCerca de mi casa vive un grupo de jóvenes, muy jóvenes, que comparten un piso de alquiler. No hace falta finezza sociológica para ver de qué palo van: banderas españolas en el balcón tan grandes como la de la madrileña plaza Colón y, de vez en cuando, alguna preconstitucional; simbología franquista visible desde la calle; y dos perros que ladran con una agresividad extraña, como si hubieran aprendido de memoria la rabia que transpiran sus dueños. La otra noche, mientras paseaba con mi perro, los topé en la calle, debajo de su casa, rodeados por una patrulla de la Policía. Una agente les preguntaba qué pensaban hacer con un perro que, según entendí, se había echado desde el primer piso. La Policía pidió qué nombre el animal, y uno de los jóvenes contestó con una naturalidad que daba heredado: "Franco".

También un día de estos, un amigo profesor de instituto, de inglés, me cuenta que para practicar conversación propone a los alumnos hablar de los héroes. "¿Cuáles son sus héroes?", pide. Un chico responde "Charlie Kirk", haciendo referencia alinfluencer ultraderechista estadounidense asesinado en septiembre. Otro dice "Donald Trump", sin intención irónica alguna, igualmente con la misma naturalidad con que otras generaciones habrían dicho Rosa Parks, Messi o Björk. Mientras, los compañeros de instituto del hijo de una amiga dicen que, para hacer gracia, ponen en el móvil la música del Cara al sol.

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Todo esto no son anécdotas, son un síntoma. Y un síntoma grave. Una parte nada despreciable de los jóvenes –nacidos décadas después de la dictadura franquista, criados en una democracia que aún no ha acabado de limpiar– se está adhiriendo a un imaginario ultraderechista e incluso abiertamente franquista que no conocieron y que, por eso, pueden idealizarlo. La ignorancia siempre ha sido tentadora pero hoy tiene el altavoz infinito que son las redes sociales. La desinformación histórica camina de la mano de una sobreinformación descontrolada, cocinada por algoritmos que premian la provocación y amplificada por magnates digitales –amigos de Trump– que juegan con el odio como quien juega con gasolina.

A todo esto se añaden los discursos demagógicos dirigidos a quienes aún no han fijado el criterio, a los que busca identidad y referentes. La extrema derecha lo sabe y actúa con precisión, con mensajes simples, contundentes, emocionales, que prometen orden, certezas y enemigos claros. Son mensajes servidos por predicadores de pantalla que tienen mayor influencia que cualquier docente, padre o, en cuanto a la información, periodista.

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¿Qué podemos hacer? Pero es complejo, para empezar, dejar de minimizarlo. No se puede trivializar, no es "algo de jóvenes", ni es tendencia pasajera. Es una deriva que ya tiene consecuencias y que tendrá muchas más si no la combatimos con determinación. Debemos dar herramientas para que los jóvenes distingan entre rebeldía y fanatismo, entre crítica y manipulación. Pero, sobre todo, debemos tomar en serio estas señales. Porque cuando el fascismo vuelve, es suicida estar mirando hacia otro lado.