Gestionar, no alarmar
En un tiempo en que los discursos simples se imponen al debate complejo, con una extrema derecha que tiene de cada pico más presencia en la calle, en las instituciones y en los medios de comunicación, la cuestión de la inmigración no puede afrontarse desde un grito de alarma fácil ni tampoco convertirse en motivo de rifirrafe político, como lo contemplamos últimamente.
Si las instituciones públicas quieren afrontar seriamente esta cuestión, tienen dos ejes para hacerlo: los derechos humanos y la planificación. Los primeros no son negociables. Las personas que llegan merecen respeto y consideración. Además de una organización capaz de responder al derecho de buscarse una vida digna. Y el segundo, la planificación, es imprescindible: unas islas con recursos limitados necesitan planificar su capacidad de carga, pero esto implica hablar de todo el modelo, especialmente de la carga de los casi 20 millones de turistas, de los residentes vacacionales y del crecimiento experimentado por la población. No puede ser que se criminalice a quien llega de forma tan precaria y con un futuro tan incierto y se ponga el foco encima, mientras se da vía libre al residente europeo o al fondo de inversión que desembarca con millones para comprar viviendas y expulsar a vecinos. En estos momentos, la alarma sobre la inmigración oculta otros flujos mucho más determinantes para nuestro futuro.
Y no hay futuro si nos convertimos en comunidades que miran con recelo al otro, el que tiene menos, mientras –eso sí–, lo ocupan con los trabajos que sufren las peores condiciones. El futuro sólo puede implicar a una sociedad cohesionada, respetuosa y capaz de gestionar todas las situaciones, así como su diversidad con inteligencia y dignidad.