A raíz del robo de las joyas más importantes de Francia en el Louvre nos han devuelto a la cabeza muchas historias de ladrones. El cine nos ha acostumbrado a este tipo de tramas: un conjunto de personajes entre marginales y sofisticados planean un gran robo, en el que el ingenio y la inteligencia juegan un papel más importante que el ánimo de lucro o la fuerza bruta. Siempre son personajes fascinantes, vivos y al mismo tiempo estúpidos, como lo serán los que se han atrevido ahora a entrar en el Louvre y llevarse las joyas de Napoleón, cuyo destino sólo puede pasar por el mercado negro.

Se pide mucha inteligencia, audacia y coraje para perpetrar un crimen como éste, a la vez que es una lástima, o un expolio de lo que ya es patrimonio de todos los franceses. ¿Pero quién se atrevería a ejecutar un robo de esa envergadura sin tener asegurada la venta de las piezas y por tanto sin saber si el riesgo valdrá o no la pena? ¿Y dónde están mejor, como patrimonio de un ladrón (que no será rico) o dentro de una vitrina, a los ojos de los turistas? ¿Y quién sino alguien muy rico, y muy posiblemente de fuera de Occidente, puede sentirse tentado a querer tener estos tesoros, cuya posesión tampoco podrá lucir sin evidenciar el crimen y espolear a la justicia internacional? O lo inevitable: las piezas serán descompuestas y serán vendidos los diamantes como si no hubieran salido de esas coronas históricas, desvirtuando su leyenda.

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En las historias de ladrones es más importante hacerla gorda que no obtener finalmente el botín: el ladrón como figura cultural liga con todos los héroes románticos que saben que la gloria se consigue a la contra de las leyes del mundo, y nada más sacrílogo, a la sociedad burguesa, a la sociedad burguesa. El ladrón nos recuerda que incluso lo más sagrado y protegido puede ser todavía profanado, y que ni las leyes ni las cajas fuertes pueden nada contra un grupo de hombres con un plan y equipados de osadía. La verdadera joya que han robado es la atención mundial, no el oro, la plata o los diamantes: en un mundo donde estas cosas no fueran noticia no se habrían molestado en sustraer nada. Los franceses han hecho el ridículo –o admirado el mundo: si los ladrones son nacionales–, pero aún el escándalo será mayor si no logran capturar a los culpables y recuperar el botín. Pero lo más valioso, aquí, es la historia…